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PRIMER SEMESTRE 2024 NÚMERO 37

ISSN: 1659-2069

 

Democracia económica deficitaria en Centroamérica: caldo de cultivo para el autócrata de Naím

 

Andrei Cambronero Torres*

 

https://doi.org/10.35242/RDE_2024_37_5


Nota del Consejo Editorial

Recepción: 11 de diciembre de 2023.

Revisión, corrección y aprobación: 4 de enero de 2024.

Resumen: El artículo expone cómo la democracia política debe acompañarse de una democracia económica, puesto que la pauperización de las condiciones de las personas puede ser caldo de cultivo para que se instalen los populismos, la polarización y la posverdad, como las tres “p” que identifican al autócrata de Naím.

Palabras clave: Democracia económica / Democracia política / Polarización / Populismo / Posverdad.

Abstract: The article explains how political democracy must be accompanied by an economic democracy, since the pauperization of people's conditions can be a breeding ground for populism, polarization, and post-truth, such as the three "P's" that identify the autocrat of Naím.

Key Words: Economic democracy / Political democracy / Polarization / Populism / Post-truth.

 

 

1. Aspectos introductorios y encuadre

Hay un momento histórico idealizado como el espacio democrático por excelencia. Cuando se habla de la cuna de ese sistema político que, a decir de Churchill, es el peor a excepción de todos los demás, imaginamos una Grecia antigua con ilustres ciudadanos que, adornados con ramas de olivo sobre las orejas, deambulaban por la polis. También forma parte de ese imaginario el ágora, como sitio dilecto para el intercambio entre esos seres que, con Platón (1998), fueron bautizados con oro, metal precioso con el que -luego- se premiaría a quienes llegaran a ocupar los primeros lugares de las justas deportivas, casualmente originadas en esas ciudades-Estado cuyo origen antecede a la noción misma del segundo vocablo que las denota (Estado).

Dejando de lado la ensoñación, importa recordar que, en esas discusiones sobre cómo gestar un buen gobierno y cómo administrar la res pública, participaban los griegos, así, en masculino y sin lenguaje inclusivo; mujeres, niños y no pocos extranjeros quedaban por fuera del espacio político. La filogénesis de la democracia nos enrostra con un pasado, un presente y, perdonándosenos lo pesimista del presagio, un futuro de exclusión.

El problema de la demarcación ciudadana es fundamental: a quiénes se les dota de voz en la toma de las decisiones es central, si se quiere medir cuán inclusiva o excluyente es una sociedad; el resultado de la categorización incide, además, en cómo se comportarán los mecanismos de acceso a derechos, condiciones y oportunidades.

La creación de instituciones políticas no puede estar desvinculada del colectivo humano, en tanto aquellas surgen de sus dinámicas; no es casual que uno de los textos clásicos de los cursos de Teoría del Estado sea “El espíritu de la ley”, propuesta en la que Montesquieu (1984) no hacía un llamado a volverse esotéricos, sino a fijarse en el dato social como núcleo de toda intención legislativa.

La reflexión política, afincada en experiencias y discusiones como las que se pueden encontrar en los ilustrados europeos o en los escritos de “El Federalista” (Hamilton, 1994), fue condensada en los parámetros constitucionales de toda la región. Las constituciones políticas de los países centroamericanos coinciden, como en casi todo el mundo occidental, en que la legitimidad de los órganos constituidos proviene de la soberanía del pueblo (o la nación, según la técnica legislativa que se utilice) y que el poder se divide en legislativo, ejecutivo y judicial[1].

Esa triada, herencia de las revoluciones independentistas, es un rasgo característico de la arquitectura republicana, así como lo es la parte dogmática de las normas supremas; de hecho, en Centroamérica los textos políticos fundamentales tienen estructuras y contenidos muy similares. A nivel formal, los constituyentes de los territorios que integran las entrañas de América adoptaron el estándar democrático; sin embargo, la puesta en práctica de esos preceptos o, para decirlo técnicamente, la eficacia de las normas no fue la misma en los países.

La uniformidad del entramado jurídico centroamericano impide aceptar que la inestabilidad política del triángulo norte o los conflictos armados que se abordaron en Esquipulas (1986-1987) se deban a una fijación defectuosa de reglas. Los marcos normativos eran y son hoy muy parecidos, por lo que habría que volver la mirada hacia otros horizontes explicativos.

La democracia político-normativa requiere de soportes sociales dentro de los que se destaca una redistribución de la riqueza que favorezca bajos niveles de brecha y un colectivo homogéneo en el que las necesidades básicas se encuentren satisfechas. Un ingreso medio que sea percibido como satisfactorio abona a eso que Berger y Luckmann (2003) llaman una estructura de plausibilidad: se generará una base social conformada por “demócratas” que harán que sea “ridículo” pensar en una realidad ajena a los componentes democráticos.

En contraposición, cuando el coeficiente de Gini se acerca a 1, las personas tienden a buscar esos otros peores sistemas políticos; sobre esa línea, Cañete (2017) afirma: “…la desigualdad económica lleva a la ciudadanía a cuestionar el sistema democrático…. Las interacciones entre la desigualdad en el poder político y la desigualdad de ingresos son permanentes, y se refuerzan mutuamente afectando los niveles de satisfacción con la democracia…” (párr. 10).

Más allá de casos concretos, importa analizar la relación “democracia política” vs. “democracia económica”, así como algunas consecuencias de que esa última no sea plena; o sea, cuando no hay posibilidad de que todas las personas puedan agenciarse su día a día. Dentro de todas las consecuencias posibles, es útil valerse de los rasgos del autócrata de Naím (2022) para mostrar cómo lo económico podría estar alimentando los populismos, la polarización y la posverdad.

 

2. Democracia política vs. democracia económica

La polarización socioeconómica tiene orígenes tan antiguos como la vida independiente del istmo. Luego de romper lazos con la corona española, los grupos dominantes del otrora epicentro político colonial se hicieron del control de más del sesenta por ciento de la producción cafetalera, lo cual les permitió dominar a los segmentos desfavorecidos de la población e influir negativamente en el entramado jurídico-laboral: perpetuaron las relaciones asimétricas y de pauperización de condiciones (Paige, 1985).

Costa Rica, en el otro extremo de la capitanía, era la más modesta y empobrecida de las provincias, particularidades que beneficiaron un reparto equitativo de los terrenos productivos y que llevaron a que, como lo exponen Lindo y Acuña (s. f.), se exigieran educación y otros derechos prestacionales.

En la lógica argumentativa que se ha propuesto, el tejido social se deshilvana en estados generalizados de pobreza, donde las élites acaparan para sí todas las opciones de bienestar; en esos escenarios, como un efecto directo, la ciudadanía cuestiona la democracia como sistema de gobierno, en tanto entiende que ha incumplido sus promesas de justicia social.

La mayor parte de los países centroamericanos -a través del tiempo- han presentado altos índices de desigualdad social determinada por la “estructura de la producción, el funcionamiento de sus sistemas financieros, la dinámica de sus mercados laborales y la fragilidad y limitaciones de las políticas fiscales y sociales…” (Beteta y Moreno, 2014, p. 102). Ese rasgo macroeconómico alimenta la desazón, la frustración y el descontento ciudadano, síntomas de malestar que son aprovechados por los populismos como lógica de acción política (Bascuñán y Vallespín, 2015).

El caso costarricense ha sido paradigmático. La proscripción del ejército en el texto constitucional de 1949 (numeral 12), un aceptable reparto de la riqueza y una inversión social alta fueron importantes desincentivadores[2] para los conflictos armados durante la segunda mitad del siglo XX; esos frenos no estuvieron presentes en las otras repúblicas hermanas.

No obstante, esa excepcionalidad se ha ido desdibujando conforme los números -para el grueso de los habitantes- se tornan rojos y los ingresos insuficientes[3]. El Estado de la Nación, en su edición de 2019, advertía cómo nuestro país mostraba una “caída drástica” en la aprobación de las personas con los “tres mitos fundacionales de la comunidad nacional”, dentro de los que se encuentra: Costa Rica como país libre y democrático (PEN, 2019, p. 54).

Con todas las diferencias del pasado colonial y postindependentista, que nos llevaron por caminos igualmente distintos, pareciera que llegamos al mismo punto: sociedades desiguales con necesidades básicas insatisfechas que, consecuentemente, aumentan los niveles de violencia y preferencia por los autoritarismos.

Un ejemplo claro de cómo personajes particulares se aprovechan de ese contexto se encuentra en el planteamiento de Cristancho y Rivera (2021), quienes muestran cómo Bukele -en El Salvador- capitalizó la inseguridad para construir un discurso que legitima acciones del ejército en el ámbito civil (persecución de delitos) y que lo coloca como figura central, heroica, en la lucha contra las pandillas.

La participación de las fuerzas armadas en la vida cotidiana de las personas es una excepcionalidad dentro de la partitura democrática[4]; empero, los salvadoreños lo han naturalizado e incluso incorporado como un deseable por su efecto virtuoso: retorno de la seguridad a las calles (pese a que el precio por pagar sea los derechos humanos de los presuntos infractores). Esa transacción de las prerrogativas fundamentales de los otros (como el debido proceso o un encierro en condiciones dignas) por la tranquilidad propia es posible en un ámbito en el que hay un enemigo común (las maras) al cual se ha deshumanizado.

Ese proceder es aceptado por el colectivo en tanto se entiende que el sistema político democrático (con sus garantías y accionar policial no militar) no fue capaz de atender el fenómeno. Así, el presidente, como comandante en jefe, se coloca en una posición mesiánica que, valga decir, se proyecta con una estrategia de comunicación por redes sociales que hace sentir cercanía e inmediatez.

Esas prácticas -antidemocráticas por definición- atienden un problema inmediato (violencia e inseguridad), pero, en el fondo, su causa mediata no es tratada: falta de democracia económica. Según lo expone Demoscopía (2007), los pandilleros suelen ser sujetos de núcleos familiares desintegrados (algunos a consecuencia de las muertes de las guerras centroamericanas) y de espacios urbano-marginales donde el Estado abdicó de su responsabilidad de generar políticas sociales. Son víctimas de transformaciones económicas que han agravado la inequidad.

En Costa Rica, si bien no se han emprendido acciones de la magnitud vista en el escenario salvadoreño, sí se han adoptado procederes con algún parecido, como la utilización de redes sociales y, en general, la plataforma comunicativa del Gobierno para proyectar un liderazgo decidido, que toma decisiones, capaz de comerse la bronca y de actuar. En sus actitudes, el Ejecutivo costarricense ha mostrado un especial interés por el centralismo y por “una retórica de corte populista-autoritario” a decir de Cascante y Guzmán (2022, p. 133), signo de que también la sociedad ha ido variando sus preferencias electorales; eso sí, ese cambio se ha dado en un clima económico adverso (democracia política vs. democracia económica).

No puede dejarse de lado que el rito comicial culmina con la designación de las personas que hayan tenido el mayor favor electoral; la selección de gobernantes -en democracia- se hace por la cantidad de votos recibidos. La búsqueda del apoyo popular se encuentra en el ADN de las campañas; por ello, no deben satanizarse, per se, los esfuerzos para seducir el voto ciudadano.

Sin embargo, lo que llama la atención es que las tácticas y los relatos que se van hilvanando para lograr colocarse en el poder están incorporando, de un tiempo a esta parte, elementos que más bien suponen un plan de fuga de la democracia, hoja de ruta imposible en el pasado que hoy no pocos sectores entienden como una opción más.

Importa mencionar que ese accionar no es privativo de alguno de los extremos del espectro ideológico, en tanto izquierdas y derechas (en el mundo y en la región) se valen de un colectivo agotado por el empobrecimiento para sugerir primero e implementar después programas contrarios a conquistas que se entendían definitivas.

 

3. El autócrata de Naím y la situación regional

El autócrata 3P es una figura arquetípica que Moisés Naím -académico venezolano- desarrolla en su texto “La revancha de los poderosos” (2022); esa triada, que caracteriza a algunos de los individuos que se hacen del poder en la actualidad, la integran los populismos, la polarización y la posverdad. El fenómeno es global y, como tal, la región latinoamericana no está exenta de él; de hecho, Cascante y Guzmán (2022) han mostrado cómo, en la democracia más longeva de Iberoamérica de 2018 a la fecha, se han incrementado las propuestas políticas que incorporan esos tres elementos.

La preocupación de cientistas sociales en general está en estudiar las características de esas nuevas formas de construir candidatos y líderes, así como sus cursos de acción en campañas y estrategias de gobierno cuando ya ocupan los cargos públicos. Detrás de esos análisis hay una premisa que no siempre se explicita: este tipo de propuestas socavan las bases de la democracia y sus instituciones.

Tan interesante como preocupante es pensar que, pese al a priori antropológico y sociológico según el cual cada grupo humano genera sus propias dinámicas culturales, estamos reaccionando -como especie- de manera estandarizada a la precarización de las condiciones de vida, a las migraciones, al desempleo, al deterioro de los indicadores macroeconómicos de nuestros Estados y a un largo etcétera que provoca, como lo resume el título del libro de Castel (2010), un ascenso de las incertidumbres.

El panorama no suele ser halagüeño y el comportamiento electoral muestra las preferencias por opciones autoritarias, decididas, de mano dura, supuestamente capaces de devolver a la ciudadanía ese horizonte de futuro prometedor que se perdió del mapa. En esa retrotopía, para decirlo con Baumann (2017), parece que aflora nuestra huida hacia la tribu, a ese egoísmo nato hobbesiano y a un asirse de lo que se pueda con tal de sostener antagonismos e invalidar la otredad.

De seguido, se abordará cada una de las “pes” para tener claridad acerca de su conceptualización, sus manifestaciones en el contexto político actual, cómo transgreden las pautas republicanas de convivencia y los desafíos contemporáneos que traen consigo.

 

a)      Populismos

Un primer aspecto en el que debe ponerse atención es, para usar términos morfológicos, el número del sustantivo, puesto que el plural indica que no hay un solo tipo de populismo. Ese carácter multiforme viene de que, en realidad, no se trata de una ideología política per se, como lo puntualizan Bascuñán y Vallespín (2017), sino de una lógica de acción política que puede ser utilizada por las fuerzas proselitistas de cualquier punto del espectro ideológico.

En Francia, Marine Le Pen construyó su plan de acción de extrema derecha a partir de la supuesta representación del clamor del pueblo francés, mientras que Jean-Luc Mélenchon, desde la izquierda, se presentó como la voz de la ira popular. En un caso más cercano, Bolsonaro y Lula dan cuenta de que también -en Brasil- el uso de una retórica cargada de alusiones al todo social no es privativa de ninguna posición dentro del political range.

Esos diversos lugares de origen convergen en conductas y discursos populistas que se distinguen por: a) un dualismo maniqueo pueblo-élite, b) negación del pluralismo societal (se aspira a un bloque homogéneo), c) el líder encarna la voz del pueblo, d) se hilvana un mensaje emotivo y simplificado, e) el entorno se presenta en dramática decadencia y f) la determinación y carácter del sujeto que encabeza el grupo es la receta para salir a flote de todos los problemas (Vallespín y Bascuñan, 2015). En una presentación más sintética, el diario The Guardian (2019) refiere a una estrategia para enmarcar la política en una batalla entre una masa victoriosa e impoluta contra una élite nefasta y corrupta.

Ejemplos cercanos nos hacen preguntarnos si ciertos movimientos “de liberación” podrían etiquetarse hoy de populistas, pese a que, en ese entonces, la concepción sobre esa palabra no tenía los tintes que ha adquirido en el pasado reciente.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) surge en los años sesenta del siglo anterior para acabar con la dictadura de los Somoza; los jóvenes y la consigna de cambiar las condiciones de pobreza y de corrupción en Nicaragua fueron los elementos cohesionadores de sectores que enarbolaban banderas de bienestar y de libertad. Pese a algunos planteamientos acerca del gen violento y autoritario que mostró la revolución desde sus inicios (Bataillon, 2023), lo cierto es que no podría hablarse de una propuesta con los citados rasgos.

El carácter autoritario de las recientes decisiones (como la supresión de ciudadanías y la expulsión de clérigos) son las que marcan esa transición entre el FSLN como movimiento social y el matrimonio Ortega-Murillo como un poder dinástico y patrimonialista (Bataillon, 2023) que se vale de un discurso populista.

Un tanto igual puede decirse de la deriva capitalista autoritaria venezolana en los términos de Bull y Rosales (2023). Hugo Chávez, como líder carismático (Weber, 1996), sufrió una transformación que culminó con posturas altamente polarizantes, creando enemigos a los que atacar y reencausando su lenguaje a uno directivo y emotivo (su sucesor, Nicolás Maduro, profundizó en populismo y polarización).

Vale indicar que el discurso antipolítica –en el plano latinoamericano– ha sido terreno fértil para el desarrollo de personajes que se entienden portavoces del pueblo; se da paso a protagonistas con un cariz mesiánico, pero con el potencial de escapar de la democracia por túneles democráticos.

Las demandas sociales insatisfechas, como se ha visto en Costa Rica, avivan la frustración con las instituciones[5] y vuelven vulnerables a las personas que, esperanzadas en mejorar su calidad de vida, se dejan seducir por los cantos de sirena de los populismos. Entonces, cabe preguntarse si las regiones con mayores índices de pobreza, desigualdad, balanzas de pago y comercial deficitarias y complicaciones fiscales están destinadas a la ruptura de la matriz social y a la conflictividad política.

Si es así, cuáles podrían ser las vías –con posibilidades reales de implementación– para frenar el fenómeno en nuestros países. ¿Habrá componentes de la cultura política que llevan, incluso en escenarios económicos adversos, a no aceptar esas invitaciones de personas que encarnan el espíritu del pueblo?

 

Queda abierta la incógnita acerca de si lo que hoy no es una ideología, a futuro, tenga el desarrollo teórico, la reflexión y los elementos necesarios para convertirse en tal. Ya no se entenderían los populismos como un rasgo parasitario en los diversos posicionamientos del espectro ideológico, sino como una manifestación autónoma de las dinámicas de poder en el sistema político.

 

b)      Polarización

Costa Rica se encontraba a un mes de las elecciones nacionales de 2018, cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos divulgó el contenido de la Opinión Consultiva n.° OC-24/17, en la que el Gobierno del expresidente Luis Guillermo Solís Rivera había preguntado al órgano hemisférico de tutela si el marco normativo patrio respetaba el derecho a la identidad de las personas trans y cuál era el estándar interamericano en lo relativo al matrimonio entre personas del mismo sexo. La Corte fue contundente: su Estado sede debía reconocer el cambio de nombre por identidad de género autopercibida en sede registral y las parejas homosexuales debían acceder al matrimonio (se descartó cualquier otra figura equivalente, como se pretendía en proyectos de ley que hablaban de sociedades de convivencia).

La democracia más longeva de Iberoamérica se polarizó: quienes fueron identificados como “progres” en redes sociales y otros espacios se enfrentaron a los conservadores o los “gachos”. La primera de esas tendencias aglutinaba a quienes respaldaban una agenda pro derechos humanos, mientras que su némesis era el bloque de quienes defendían “valores tradicionales de la sociedad”. En lo político, el otrora candidato Fabricio Alvarado Muñoz se presentó como el protector de la familia y de lo religioso, mientras que Carlos Alvarado Quesada se posicionó como la opción del respeto a la diversidad en todas sus formas. Esa bipartición de la ciudadanía se manifestó en las urnas, proceso de votación en el que lo religioso fue central; para decirlo en clave de Bourdieu, el capital religioso y los bienes de salvación fueron parte del discurso político, lo cual provocó una fractura en bandos.

En América Latina, la religión -primero católica y neopentecostal después- ha tenido gran influencia en los procesos políticos y político-electorales; por ejemplo, Singer (2023, p. 54) reseña cómo evangélicos de peso adversaron férreamente a Lula, en tanto líderes religiosos “dieron al proyecto bolsonarista un respaldo entusiasta”. La religión, en la actualidad, se ha convertido en una de las herramientas preferidas para la polarización política; en su ADN se encuentra la partición del mundo en dos extremos (pecaminoso vs. piadoso), estructuración que facilita el generar un nosotros (los buenos) frente a un los otros (los malos).

Esa dualidad de lo religioso ilustra un signo de época. Los seres humanos solemos entender las cosas mediante oposiciones binarias, pese a que los fenómenos suelen ser complejos, los procesos de socialización y de enseñanza-aprendizaje los simplifican en categorías contrarias. Al preguntarnos por la oscuridad, pensamos en ausencia de luz, mientras que la vejez es el antónimo de la juventud, aunque entre una y otra haya -literalmente- decenas de años. Esa simplificación se está apoderando de los discursos para acceder al poder, al punto de generar marcadores de diferenciación que, a su vez, justifican la exclusión, la violencia y la lucha encarnizada contra quienes están del otro lado de la línea.

El largo listado de amigos y enemigos incluye, entre otros: a) los migrantes son la debacle de los servicios públicos destinados a los nacionales, b) las élites partidarias corruptas son responsables de los males del pueblo (por lo que hay que buscar outsiders) y c) los defensores de los derechos humanos son los verdugos de ese pasado de sanas costumbres, según lo argumentaron algunos en el referéndum para aprobar un nuevo texto constitucional en Chile (Heiss, 2023).

El desafío en esta “P” es fomentar una cultura que comprenda que el pluralismo -lejos de ser una amenaza- es una expresión de la riqueza del género humano cuya aceptación fortalece la democracia (artículo 9 de la Carta Democrática Interamericana).

 

c)       Posverdad

Interrogar acerca de qué es verdadero y qué es falso ha sido una de las labores más antiguas de la filosofía. El enjuiciamiento a Sócrates provino de los sofistas, quienes cuestionaban el carácter absoluto del conocimiento y apostaban más por lo creíble, mientras que el maestro de Platón vivió preocupado por alcanzar la virtud a través de la verdad.

En lo cotidiano, una de las primeras enseñanzas de los procesos de socialización primaria es que hay que ser sinceros y decir la verdad, deseable moral que luego se recepta en el marco jurídico, al punto de castigarse con prisión el falso testimonio. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la verdad ha sufrido una depreciación en el terreno de la política y de las acciones de gobierno. No es casual que el diccionario de Oxford declarara “posverdad” como palabra del año (en 2016), en un contexto en el que triunfaba el Brexit y Donald Trump había llegado a la Casa Blanca con estrategias que no se basaron en mostrar datos objetivos, sino en exaltaciones a sentimientos nacionales.

Despertar preocupación y miedo es parte de los efectos de ocultar, en todo o en parte, la verdad; como lo afirmaba el ministro Goebbels en la Alemania Nazi: miente, miente que algo queda. La retórica de afirmar hechos falsos, pero con cierto cariz de credibilidad está teniendo éxito en las personas, como ya lo sabían el consejero del Tercer Reich y los sofistas.

Las jornadas extenuantes y el bombardeo de información, de la mano de las redes sociales y el tedio por hurgar más allá de lo evidente sentaron las bases para un entorno en el que cada vez con mayor dificultad se distingue entre lo real y lo ficticio. Así, el desafío está en una nueva alfabetización, la digital. Las campañas, las instituciones y el ejercicio de poder deben estudiarse desde la posverdad, esto es cómo en lo político ahora más que nunca la mentira tiene un papel decisivo y si esto puede ser contrarrestado desde la institucionalidad o, más bien, la tabla de salvación está en una apuesta educativa y no represiva.

 

4. A razón de cierre

Barker (2016), tomando a Kuhn en su clásico concepto “paradigma”, formulaba su regla del retorno a cero: cuando un paradigma cae todo vuelve a cero. Los vertiginosos cambios de la sociedad y los retornos a prácticas antiguas de autoritarismos revestidos de pseudorropajes de legitimación popular llevan a que algunos se enseñoreen en las casas o palacios de gobierno; para otros, esto es un signo del fin de los tiempos democráticos.

Con todo, el gran desafío es reevaluar las categorías teóricas que nos han permitido comprender, dar sentido a los fenómenos y hacer propuestas responsables con el derecho humano a la democracia, pues, como habitantes de las Américas, a eso nos comprometimos el 11 de setiembre de 2001 con la suscripción de la citada Carta Democrática Interamericana.

Quizás somos testigos de un interregno, concepto utilizado por Gramsci (2009) para denotar un momento crítico en el que lo viejo no muere y lo nuevo no nace, intersticio en el que aparecen una gran cantidad de “fenómenos morbosos”. En esa etapa de crisis, como apunta el citado pensador italiano, decaen los consensos, y la coerción de quienes dirigen no es suficiente para dominar, por lo que hay altos niveles de incertidumbre. Esa insuficiencia de la fuerza para gobernar parecen tenerla clara los gobernantes del istmo que, en mayor o menor medida, han buscado la legitimidad en grupos empresariales, en lo religioso, en cambios espurios al marco normativo y en acciones populistas (como la cero tolerancia para construir política de persecución penal).

Para que lo que nazca traiga consigo lo mejor del pasado y no eternice las desigualdades es fundamental una consciencia social crítica -manifestada a través de movimientos sociales- que vea más allá de las reglas formales y de concesiones puntuales. El maridaje entre la democracia política y la democracia económica debe lograrse so pena de seguir soportando la etiqueta de Estados fallidos.

 

Referencias

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* Costarricense. Abogado, criminólogo, sociólogo y administrador. Correo electrónico: acambronero@tse.go.cr. Doctor en Derecho, magíster en Justicia Constitucional y licenciado en Derecho por la Universidad de Costa Rica (UCR). Diploma de especialización en Justicia Constitucional y Tutela Jurisdiccional de los Derechos por la Universidad de Pisa, Italia. Bachiller en Ciencias Criminológicas por la Universidad Estatal a Distancia (UNED) y bachiller en Sociología por la UCR. Diplomado en Administración de Empresas por la UNED. Especialista en Enseñanza de las Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Jefe del Despacho de la Presidencia y letrado, ambos de la Presidencia del Tribunal Supremo de Elecciones. Profesor de la Facultad de Derecho de la UCR, coordinador de la Cátedra de Investigación Jurídica de esa misma unidad académica e integrante de la Comisión de Trabajos Finales de Graduación. También se desempeñó como gestor de calidad, director de Asuntos Estudiantiles, miembro del Consejo Asesor de Facultad y de la Comisión de Docencia.

[1] Sobre el particular, ver los respectivos artículos constitucionales: 9 (Costa Rica), 85 y 86 (El Salvador), 141 (Guatemala), 2 y 4 (Honduras) y 6 y 7 (Nicaragua).

[2] Sobre este punto, Viales (2005, pp. 100-101) concluye:

 

el estado actual de la pobreza en América Central depende del nivel de institucionalización histórica que éste recibió en el pasado o, en otras palabras, que la pobreza contemporánea en la región está determinada históricamente. …la diferencia relativa en favor de Costa Rica, en términos de los niveles de pobreza, se explica por la inversión social [resaltado añadido], por la creación de un régimen de bienestar desde el siglo XIX y por la institucionalización de la pobreza con participación gubernamental y de la sociedad civil.

[3] El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), en la Encuesta Nacional de Hogares 2022, concluyó: “la cantidad de bienes o servicios que pueden adquirir los hogares con sus ingresos actuales, es menor a lo que podía comprar el año pasado, es decir hubo una pérdida del poder adquisitivo o caída en los ingresos reales en 2022 respecto al 2021 y fue de -6,2 %” (p. 41).

[4] Por ejemplo, el artículo 2.c del Tratado Marco de Seguridad Democrática Centroamericana prescribe como principio del modelo “la subordinación de las fuerzas armadas… a las autoridades civiles constitucionalmente establecidas, surgidas de procesos electorales, libres, honestos y pluralistas…”.

[5] Sobre esto, ver Alfaro, 2016.