PRIMER SEMESTRE 2021 NÚMERO 31 ISSN: 1659-2069

Populismo, la ilusión de todas las respuestas

 

Gustavo Román Jacobo*

 

https://doi.org/10.35242/RDE_2021_31_5

 

 

Nota del Consejo Editorial

Recepción: 4 de diciembre de 2020.

Revisión, corrección y aprobación: 18 de diciembre de 2020.

Resumen: El estudio no procura definir lo que es el populismo, sino presentar cómo se ve, demostrando sus elementos y cómo funcionan en su conjunto. En la primera sección analiza el malestar de la politización y cómo esta se convierte en el bálsamo para que el populismo prospere. La segunda sección expone cómo el discurso político del populismo apunta hacia una solución de la situación presente. Y, por último, la tercera sección estudia la construcción del líder populista a partir de la deslegitimación de los políticos tradicionales.

Palabras clave: Populismo / Movimiento político / Descontento político / Crisis política / Liderazgo político / Ideologías políticas / Sistema político / Democracia.

Abstract: The study does not aim at defining what populism is but at presenting what it looks like by showing its elements and how they work together. The first section analyzes the discontent with politization and how this discontent becomes the balm for populism to thrive. The second section describes how the political discourse of populism points at a solution of the current situation. Lastly, the third section studies the construction of the populist leader rooted in the discredit of traditional politicians.

Key Words: Populism / Political movement / Political discontent / Political crisis / Political leadership / Political ideologies / Political system / Democracy.

 

 

1. Introducción

El populismo no es una ideología. Ni siquiera una “thin”, en términos de John Rawls. Es menos que una ideología delgada y poco más que solo una retórica. Es, más bien, “una lógica de acción política” (Vallespín y Bascuñán, 2017, p. 55), un estilo de comunicación y acción política lo suficientemente carente de fondo teórico como para entrar en relación simbiótica con diversas ideologías según la coyuntura.

Decir más que lo anterior sobre lo que el populismo “es”, intentar definirlo con mayor precisión, es vano. La literatura que aspira a ello es inabarcable. El éxito en su objetivo, modesto. Considerando lo anterior y, en todo caso, prefiriendo las definiciones que lo entienden como una forma de escenificación del poder, es más fructífero dedicar estas páginas no a lo que es, sino a cómo se ve el populismo, o, mejor, a cómo se oye.

Imaginado como una melodía, como un canto de sirena (antropofagia posterior incluida), pretendo más que señalar sus notas; quiero explicitar su estructura. Porque en ella reside su poder de encantamiento. Este ensayo pretende comprender lo seductor del populismo, no solo desmontando sus elementos, sino mostrando cómo funcionan en su conjunto en un todo armónico. Una obra musical organizada en tres secciones, cada una de las cuales se compone de dos acordes.

 

2. Primera sección. En el presente inmediato: la ira como alivio

El populismo necesita de la viralización del malestar para prosperar. No es necesaria la crisis económica. Basta el malestar, extendido e intenso. Y ese malestar puede deberse,, a un deterioro de la calidad de vida por una caída en los ingresos económicos, pero también al miedo y la ansiedad de sufrir esa caída (típico de las clases medias) o a la envidia frente a la mejoría relativa de otros grupos sociales sin que el propio haya sufrido menoscabo real alguno en su situación (cuando la desigualdad se dispara en un país). La frustración puede obedecer incluso a sentires y pesares en los que lo económico es lo de menos y de lo que se trata es de una pérdida de la hegemonía cultural en la sociedad (como ocurre con los perdedores culturales de la modernización).

La respuesta que el populismo les ofrece a los molestos es la politización de esa emoción: la ira, o, como se le suele llamar hoy, la indignación. Darle sentido (o sea, inventárselo) la clarifica. Politizarla la dignifica. Llevarla a la esfera pública la desahoga. No es que se calme la ira, es que la ira funciona como el bálsamo del enojo. La ira, su expresividad pública, es el alivio del malestar psicológico que el populismo ofrece en el presente inmediato. Lo hace mediante dos acordes.

 

1.1. Primer acorde: desasosiego/relato

“No sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa” (2012, p. 116), escribió Ortega y Gasset. Desasosiego, confusión, no saber en qué creer, es lo que les pasa a las personas en momentos de cambio y crisis. La complejidad de lo que acontece nos abruma y en modo alguno queda resuelta en la llamada “sociedad de la información”. Por el contrario, fue en febrero de 2020 que la Organización Mundial de la Salud acuñó el término “infodemia”. Ante semejante turbación, Ortega recomendaba esa actitud de profunda honestidad intelectual que él llamaba “ensimismamiento”, pero el populismo ofrece un remedio más expedito y menos trabajoso: el relato, la sobresimplificación máxima de la realidad.

Una explicación de lo que pasa, lo suficientemente simple como para que cualquiera, por más pocas que sean sus luces, la comprenda y sea capaz de reproducirla entre los suyos, pero lo suficientemente contraria a la interpretación más ampliamente aceptada de los hechos, como para que sus difusores, y quienes la asuman y compartan, se sientan, por ello, portadores de una verdad oculta, privilegio de mentes despiertas. Así, ese viejo orgullo gnóstico de “saber” lo que la mayoría ignora hace clic con el deseo de encontrarle un sentido al caos. Acaso una solución.

A eso se refería recientemente el filósofo Javier Gomá en una entrevista, cuando se le preguntó sobre las llamadas “teorías de la conspiración”, en este caso sobre la COVID-19 expreso:

Otra cosa es la gente como Miguel Bosé. Son minoritarios, pero representan la necesidad que algunos tienen de pensar que alguien en el mundo está a cargo, aunque sea para fastidiarnos. Pero la conspiración es imposible. ¿Por qué? No porque nadie lo intente, sino por la naturaleza humana. La principal hipótesis que explica el mundo es la chapuza. Es como esa teoría que dice: «Donde la estupidez explica las cosas, no busques razones sofisticadas». Pero eso molesta y angustia a mucha gente. Prefieren alguien al mando, aunque sea malo. Les parece más reconfortante. Porque, quizá así, tiene solución (2019, párr. 13-14).

La explicación de lo que pasa, considerado esto último, debe ser política.

Esta naturaleza del relato populista, simplista, de fuerte carga emotiva y especialmente manufacturado para su consumo rápido y para ser compartido en un gesto expresivo que, a la vez, se convierte en un acto de definición identitaria, explica la “afinidad electiva” entre el populismo y las redes sociales digitales (Hopster, 2020), y entre el populismo y el fenómeno más amplio de la posverdad (Waisbord, 2018). Conferirle una narrativa al malestar da un sentido a la ira que lo alivia. Y permite focalizarla, pero eso ya es parte del segundo acorde.

 

 

 

 

1.2. Segundo acorde: Afrenta/Culpable

Informadas por el relato populista de que su malestar o sus sufrimientos no tienen un origen divino, ni son resultantes de un conjunto indeterminado y azaroso de circunstancias (entre las que se encuentran acciones de las que ellas mismas son responsables), sino que tienen una explicación política, las personas pueden internalizar ese dolor y su frustración asociada como una afrenta: alguien les hizo esto. No soy pobre, fui empobrecido. No perdí mis bienes, fui despojado. No es que me sienta mal: soy víctima. Es lo que Nietzsche llamaba, apunta Del Águila, la búsqueda de “un causante responsable” que posibilite el alivio del “desahogo de los afectos”: “yo sufro, alguien tiene que ser culpable de esto” (2000, pp. 17-21). Y ese “yo” es tanto personal como colectivo.

La sola construcción discursiva del agravio confiere ya al populismo un producto de alta demanda en la actualidad. En “la cultura de la queja”, donde, sigue Del Águila, “todo el mundo aspira a pasar por desgraciado y a ocupar el nuevo lugar de privilegio: el lugar de la víctima” (2000, pp. 17-21). Gracias a la magia del lenguaje y sus asociaciones metafóricas rápidas, carentes de reflexión, la víctima se imagina siempre inocente y, a partir de esa sola condición, también virtuosa. Aunque el razonamiento no soporte el más básico examen lógico, derivar virtud del sufrimiento, atribuirle valor ético a la circunstancia de padecer, tiene una honda raíz religiosa. Tan honda que subsiste desapercibida en los discursos progresistas de las políticas de identidad.

Como si lo anterior no fuera suficiente para hacer de este acorde un giro muy efectivo del discurso populista, está el hecho de que esa retórica, a la vez que construye la afrenta, señala al culpable. Y es eso, el señalarlo, la respuesta que ofrece a la afrenta. Aquí la ira se vuelve vituperio y es ya en la sola acción de mancillar que el malestar encuentra su alivio. Todo, ofensa y venganza, se resuelve en el plano simbólico. A los “robespierres” que lideran la purga se les reconoce como héroes por sus guillotinas reputacionales.

Sean minorías y/o élites, los culpables son siempre un chivo expiatorio. No solo porque en el discurso populista el culpable nunca hace parte del pueblo, sino por la función que cumple: la de concentrar en sí (porque se carga sobre sus hombros) toda la frustración y conciencia de fracaso que el grupo experimenta y de las cuales aspira a liberarse condenándolas y castigándolas en el Otro, enemigo del Nosotros. La actualización de un mito, sí, pero, más importante, la irresponsabilidad, la renuencia a hacerse cargo de la vida de uno mismo. Infantilismo hecho violencia, usualmente simbólica cuando se dirige contra las elites, pero también física cuando lo es contra las minorías en la sociedad.

Dejando de lado esos casos y atendiendo específicamente una de sus variantes más usuales, la que señala a “la clase política” como la culpable, Innerarity desmonta la patraña. En las democracias representativas, contra las que hoy se desboca la retórica populista, “es imposible que unas élites tan incompetentes hayan surgido de una sociedad que, por lo visto, sabe perfectamente lo que debería hacerse” (2015, pp. 232-34). Ve en ello “una falta de sinceridad de la sociedad respecto de sí misma”, porque esa “crítica ritual hacia los políticos nos permite escapar de algunas críticas que, si no fuera por ellos, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos (…) estamos utilizando a los políticos para exorcizar nuestros propios demonios de culpa y frustración” (2015, pp. 32-34). Una vieja tradición cuyo primer testimonio en castellano se encuentra en el verso 20 del Cantar de mio Cid: “¡Dios, qué buen vasallo! ¡Si oviesse buen señor!”. El alivio consiste en pasar del malestar difuso a la ira “consciente” (y moralmente virtuosa) por “saberse” víctima de una afrenta perpetrada por ellos, los políticos.

Nada que no dijera Ortega y Gasset hace ya casi un siglo, sorprendido de “la unanimidad con que todas las clases españolas ostentan su repugnancia hacia los políticos. Diríase que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindibles. Diríase que nuestra aristocracia, nuestra Universidad, nuestra industria, nuestro ejército, nuestra ingeniería son gremios maravillosamente bien dotados que encuentran siempre anuladas sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos. Si esto fuera verdad, ¿cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos? Hay aquí una insinceridad, una hipocresía. Poco más o menos, ningún gremio nacional puede echar nada en cara a los demás. Allá se van unos y otros en ineptitud, falta de generosidad, incultura y ambiciones fantásticas. Los políticos actuales son fiel reflejo de los vicios étnicos de España, y aun -a juicio de las personas más reflexivas y clarividentes que conozco- son un punto menos malos que el resto de nuestra sociedad” (2014, p. 80).

 

3. Segunda sección. Hacia el futuro siempre postergado: el pasado como promesa

El populismo no solo provee el bálsamo de la ira a las personas para que alivien su malestar en lo inmediato. Como todo discurso político apunta hacia el futuro ofreciendo la solución a la situación presente, que es infeliz. Su promesa de futuro es, paradójicamente, el pasado. Y aunque esto parezca contradictorio, establece la armonía entre esta segunda sección de la pieza musical y la primera: el momento presente no solo es insatisfactorio. Es un tiempo degradado, lo que significa que es la sucesión de uno anterior que fue mejor. La afrenta, narrada por el relato y de la que ya sabemos el culpable, consistió sobre todo en eso: en arruinar algo que antes se disfrutaba. Así, inventado (en la primera sección) el sentido del presente, el discurso populista inventa también un pasado que es, a la vez, su promesa de futuro. Y como tanto “el futuro” como “las promesas” son de suyo expectativas (por consiguiente no verificables), y el pasado, como los recuerdos, se reconstruye permanentemente al compás de los sentimientos presentes, la esperanza populista es un formidable embiste a la racionalidad humana. Lo hace, otra vez, mediante dos acordes.

 

1.1. Primer acorde: aislamiento/comunidad

En un amplio reportaje para The New York Times sobre las concentraciones del demencial Boogaloo movement (de extrema derecha, antigubernamental y fanático de las armas), la periodista Leah Sottile (2020) se detiene en una desconocida granjera devenida en estrella mediática de estas reuniones, Kelli Stewart, y reflexiona sobre lo que su transformación en activista ejemplifica:

Stewart es ahora un habitual de los mitines de la derecha como este y como ella lo dijo, ella detectó algo innegablemente verdadero sobre estas reuniones: Es aquí en donde gente como ella puede renacer, dejar el mundo atrás y suscribirse a una nueva verdad colectiva. Es aquí en donde encuentran el compañerismo con otras personas que están molestas por las mismas cosas, que tienen los mismos miedos y frustraciones. Es aquí en donde el asilamiento termina y la comunión comienza. (párr. 7)

La extensión del sentimiento de soledad en sociedades sometidas a procesos acelerados de modernización y desarraigo es un fenómeno ampliamente estudiado. Se experimenta personalmente como aislamiento lo que, sociológicamente, se mide en términos de disolución del tejido social y pérdida del capital social. Es el signo de los tiempos. Dispersión, fragmentación, entre otras similares, son palabras que ayudan hoy a entender desde la atomización de la representación política hasta el comportamiento de las audiencias de los medios de comunicación. En un poemario de 1991, casualmente en el momento en el que la globalización se aceleró tras el fin de la guerra fría, Benedetti plasma la sensación en el poema “Las soledades de Babel”:

pero algo ha cambiado / está cambiando

cada sólo estrenó su nueva cueva

nuevo juego de llaves y candados

y de paso el dialecto de uno solo

 

las soledades de babel ignoran

qué soledades rozan su costado

nunca sabrán de quién es el proyecto

de la torre de espanto que construyen

 

así / diseminados pero juntos

cercanos pero ajenos / solos codo con codo

cada uno en su burbuja / insolidarios

envejecen mezquinos como islotes

 

y aunque siga la torre cielo arriba

en busca de ese pobre dios de siempre

ellos se desmoronan sin saberlo

soledades abajo / sueño abajo

El populismo promete reintegrar la comunidad disuelta, la tribu, y, con ella, el sentido de pertenencia. Regenerar una idealizada comunidad campesina de pequeños propietarios, previa a la lacerante diferenciación social. Como anticipo, escenifica la expresión de las masas, los baños de multitudes o, en su versión actual, el enjambre digital, es decir, el fugaz sucedáneo de la mera aglomeración (en una plaza o en un fan page de Facebook). A la crisis de disgregación, que deja a los individuos a la intemperie del sentido y carentes de orientación moral, el populismo (consustancialmente antagónico al ethos individualista del liberalismo) ofrece el cobijo de una identidad colectiva, alentada por su concepción orgánica de la sociedad.

Es en esta sección de la partitura, tanto en este acorde como en el que sigue, que se ve más claramente la íntima relación entre religión (que no en vano significa religar) y populismo. Tema ampliamente desarrollado por Zanatta (2014). A la promesa de recuperación de la unidad primigenia -rota por la Reforma, la Ilustración, la Modernidad, el liberalismo, la revolución sexual, la globalización y el feminismo- de un pueblo homogéneo, convertido en un auténtico rebaño en pos de bucólicas praderas, suma una visión maniquea del mundo, en la que vicios y virtudes se distribuyen simétricamente entre Ellos y Nosotros.

Ellos, una élite y/o una minoría, son discursivamente segregados del pueblo. Son el “antipueblo”. El populismo integra excluyendo. Para sostener esa imaginada homogeneidad del pueblo, del Nosotros (“la gente”, “la sociedad civil”, “los costarricenses”), se desplazan todos los conflictos propios de una sociedad diversa, de modo que toda la frustración y violencia de su no resolución alimente la hostilidad contra ese otro excluido. “Esta naturaleza indivisa del pueblo es el corazón, la esencia más profunda del populismo” (Zanatta, 2014, p. 27). Por eso el populismo es antipartidista. Toda facción, por divisiva, es una amenaza a la unidad, a la cohesión del pueblo; un agente contaminante y debilitante de ese organismo viviente prepolítico que es el pueblo. Para el populismo, como para Ignacio de Loyola, “toda disidencia es traición”. Por eso el populismo es una amenaza tan seria al pluralismo, fundamento de la democracia liberal.

 

1.2. Segundo acorde: Pérdida/Restauración

Ya está claro que se trata de una afrenta. Que la consecuencia de esta es la pérdida, la ausencia de algo que se echa en falta. El país que “se nos fue de las manos”. El populismo alienta la nostalgia, como emoción política, con su reedición laica del mito del paraíso perdido. Para ello no necesita solo idealizar el pasado. También necesita cubrir de sombras el presente. Hay así una clara asociación entre el tremendismo de la representación populista de la realidad y los fenómenos de desinformación, fake news y posverdad. Como debe ser, previo al inminente desenlace escatológico, el país se cae a pedazos. No existe en castellano una traducción para la palabra inglesa “declinism”, pero Vallespín y Bascuñán (2017, pp. 35-39) proponen “decadentismo” (al respecto, el negativismo de los medios en busca de audiencia y el valor democrático de la transparencia, prestan, sin quererlo, un inapreciable servicio al populismo).

La promesa de volver al pasado, que en el primer acorde es el retorno a la comunidad unitaria, aquí es la recuperación del control para volver a la grandeza del pasado. En palabras de la campaña del Brexit: “Let's take back control y en las de la campaña de Trump: “Make America Great Again. Restaurar. Reconstruir. Regenerar. Renacer. Amanecer. No en vano el chavismo bautiza su proyecto regional “ALBA”. La afinidad electiva entre populismo y religión es nuevamente evidente. Zanatta (2014) describe los muchos casos históricos en los que el cristianismo ha apoyado al populismo por simpatizar con el rechazo de este a la modernidad y su liberalismo (disolventes de los fundamentos del mundo), y por su apuesta de recuperación de valores originarios. Es así como el refundacionismo constituyente populista empata con la idea de recomienzo tras la purificación colectiva (y letal) del Diluvio.

 

4. Tercera sección. Durante el éxodo eterno: el líder como placebo

Como ese pretérito soñado nunca acaba por retornar, el populismo necesita un consuelo para sus masas durante el peregrinaje sin fin en pos de la Tierra prometida. Ese placebo es el líder, maestro de orquesta y, a la vez, personaje central de la canción. Y sí, también lo consigue mediante dos acordes.

 

1.1. Primer acorde: desconexión/fusión

La construcción del líder populista se hace a partir de la deslegitimación de los políticos. Se les diga así, “los políticos”, o de otras formas más negativamente connotadas (por ejemplo, “clase política” o “casta”), son retratados como un grupo homogéneo y, más allá de sus rebatiñas, coludido, cuyas falencias contrastan simétricamente con las virtudes del líder. Dos son las principales: su desconexión del pueblo y su falsedad. La primera corresponde a este primer acorde.

El distanciamiento de las élites políticas respecto de sus bases es un hecho acusado, por lo menos, desde que a principios del siglo XX Robert Michels desarrollara su “Ley de hierro de la oligarquía”: todos los movimientos son dirigidos por minorías y estas, conforme se asientan, buscan emanciparse de sus bases y mantenerse en el poder, traicionando a estas y los ideales enarbolados, si para ello es menester. Esa lejanía del pueblo que se les señala a los políticos, que en el discurso populista alcanza su mayor expresión al hacerlos extraños, esencialmente ajenos a este, tiene una consecuencia obvia: no pueden representarlo. No es que lo representen mal, es que están inhabilitados para hacerlo. “No nos representan” fue, de hecho, el principal eslogan del movimiento español de los indignados en 2011.

El gobierno representativo nació de los procesos revolucionarios británico (1688), estadounidense (1787) y francés (1791), y presupone una idea rousseauniana: el pueblo es el titular de la soberanía. Hasta ahí Rousseau y la democracia liberal estarían de acuerdo, pero el ginebrino rechaza la representación de ese titular de la soberanía y el argumento con el que lo hace resuena en el discurso populista y su afán de desintermediación.

Para Rousseau, la soberanía reside en el pueblo, no en la nación. Cualquier asamblea que pretenda representarlo usurpa la soberanía popular. En “El contrato social” imagina al pueblo reunido en asamblea legislando, ejerciendo sin intermediarios la soberanía. Otros pensadores habían desarrollado el principio de soberanía popular. Pero él teoriza que esa soberanía no puede delegarse: debe permanecer en manos de la colectividad, debiendo el pueblo, por sí mismo, legislar y sometiendo al gobierno a un rol de simple ejecutor o comisionado de sus mandatos imperativos, bajo pena de destitución. Llama a la representación “esclavitud” (y a los representantes, tácitamente, vendepatrias). En suma, rechaza, por ficticia, la representación política, en la medida en que no “re-presenta”, no hace presente al que está ausente (2007, pp. xxx-xxxi).

Hoy, que cada ciudadano tiene, como nunca antes en la historia, la posibilidad de proyectar un avatar en la esfera pública digital, no es extraño que esté en auge la utopía ciberpopulista que ve en Internet la posibilidad real de suprimir la representación política o, al menos, de establecer el mandato imperativo. La paradoja es que, conservando e incluso alentando esa ilusión, el líder populista se logre vender a sí mismo como un paso adelante en esa dirección. Nótese el sinsentido: los que acusan a la democracia liberal de excluirlos -más allá del sufragio ocasional- del ejercicio efectivo del poder político, y entregarlo como coto de caza exclusivo a una casta, celebran la superación de este sistema “antipopular”, por la elevación de un gran líder. ¿Cómo podrían un líder supremo y su camarilla materializar la inclusión y la participación popular más o mejor que un amplio número de representantes escogidos a partir del sufragio universal y que reflejan la pluralidad de la sociedad?

A Hermet (2008, pp. 204-205) no le sorprende que el discurso populista “exalte el ideal de una democracia participativa (…) incluso cuando una participación supuestamente abierta a todos y cierto culto a la personalidad deberían por lógica entrar en colisión”. Sabe que, más allá de la retórica, “la ambición del discurso populista no es promover una participación popular, que resulta demasiado incontrolable, sino una democracia de aclamación”. La aparente contradicción solo se entiende si se entiende que en este acorde, a la desconexión de los políticos respecto del pueblo se contrapone la fusión del líder populista con este. No importa que en vez de muchos ahora en la cúspide haya uno solo, porque en ese solo sujeto estamos todos. “Yo soy Chávez, yo soy un pueblo” (Zanatta, 2014, p. 23), repetía el líder bolivariano. "El pueblo, Presidente", decían los carteles con solo el rostro de Daniel Ortega que saturaban los espacios públicos en Managua.

Lo anterior no pasaría de ser un simpático ejemplo de la imbecilidad humana de no ser por sus consecuencias políticas. Me explico: Rousseau, como también, más o menos explícitamente (o al menos en la práctica) los líderes populistas, rechaza las instituciones básicas de control del poder. Impugna el principio de división de poderes. Tampoco le encuentra sentido al reconocimiento de derechos individuales. En ambos casos por una misma razón: no cree en la limitación del poder. Es absurdo, en su construcción teórica, poner frenos a la voluntad general que guía a la colectividad. Por eso no tiene sentido proteger de ella a los individuos, que solo son libres cuando se les someten (a lo que habrá que obligarlos si se oponen), y a beneficio de la cual corresponde inmolarse. Si se opone a la división de poderes es porque no cree que la voluntad general deba ser obstaculizada, pues en su realización se encuentra (y ella dirige hacia) el bien común. A este lo concibe de forma unitaria: no existe una pluralidad de intereses individuales legítimos, ni sectoriales, en conflicto, que puedan oponérseles a “los verdaderos intereses de la comunidad” (2007, pp. xxx-xxxi). No extraña, entonces, que minorías y disidencias no encuentren consideración alguna en su planteamiento. Por eso, tiene razón Crick (2001, p. 189) cuando dice que Rousseau fue uno de “los dos grandes antipolíticos” de la historia. Y por eso también, por su amenaza a los principios e instituciones de limitación y control del poder, el populismo es una amenaza para el sistema democrático: la homogeneidad de la comunidad, primer acorde de la segunda sección, y (algo que jamás habría aceptado Rousseau) la fusión entre el líder y esa comunidad son las bases teóricas del totalitarismo.

 

1.2. Segundo acorde: Falsedad/Genuinidad

La segunda falencia de “los políticos” que el populismo explota es la falsedad. No solo (aunque también) en el viejo reclamo por el incumplimiento de las promesas electorales, sino en sentidos mucho más profundos.

Uno tiene que ver con la hipocresía del sistema como un todo. Esa sensación de impostura colectiva que acompaña viejos ritos en los que ya nadie cree, pero que se siguen practicando con mal disimulada carencia de convicción por parte de los participantes. Un fenómeno de vaciamiento espiritual de los símbolos y de las instituciones que, para una creciente cantidad de ciudadanos de democracias maduras, sume en la modorra o, peor, en el cinismo, los ejercicios cívicos, elecciones incluidas. Algo parecido a lo que en “La validez estética del matrimonio” dijo Kierkegaard (2010, p. 87) respecto del amor romántico:

Nuestra época hace pensar en la de la decadencia del estado griego, todo subsiste, pero nadie cree ya en las viejas formas. Han desaparecido los invisibles vínculos espirituales que las legitimaban, capaces de conferirles autenticidad, y toda la época se nos aparece tragicómica: trágica porque sombría, está hundiéndose, cómica porque aún subsiste.

En el mismo sentido, pero más estremecedor por referirse, ahora sí, al régimen democrático (y por el primer cumplimiento anticipado que ya tuvo su profecía), Spengler (2013, p. 132) describió así la aurora del cesarismo cuando las instituciones y los hombres libres que las constituyen pierdan su alma:

Así como la monarquía inglesa en el siglo XIX, así los Parlamentos en el XX serán poco a poco un espectáculo solemne y vano. Como allí el cetro y la corona, así aquí los derechos populares serán expuestos a la masa con gran ceremonia y reverenciados con tanto más cuidado cuanto menos signifiquen.

Ahora bien, aunque el discurso populista se llene la boca acusando de farsa a la representación política, es muy cuestionable que el problema de fondo sea la teatralidad de la política en sí. Porque si algo es una constante que caracteriza al poder político a lo largo de las épocas, es que es algo que debe escenificarse (más en democracia, donde el poder público se ejerce en público). Y no es solo que yo quiera justificar, como Greppi (2016), apologeta de la “teatrocracia”, los escenarios de mediación representativa. Es que además, y más importante, el populismo, lejos de desvelar las bambalinas y de traerse abajo la tramoya del poder público, emplea, si cabe, más recursos en ello, dada la naturaleza carismática del liderazgo que le es propia.

El problema de fondo con la representación política es doble y el populismo lo gestiona con admirable (aunque moralmente repugnante) maestría: por un lado, ya no es claro qué se pueda representar. ¿Las necesidades, los intereses, las preferencias, las sensibilidades? ¿Alguna voluntad no volátil del electorado? Las sociedades se han pluralizado y fragmentado de formas que solo el sofisticado microtargeting del marketing político puede gestionar. Incluso vecinos de una misma calle “tienen intereses demasiado alejados entre sí, disfrutan de oportunidades y conviven con riesgos demasiado variables para que sus demandas puedan ser homogéneas” (Greppi, 2016, p. 18). Como si ello no bastara, cada individuo es hoy más consciente y da más expresión pública que nunca, a las distintas identidades que, en tensión y con preponderancia cambiante, aglutina en sí. A la crisis de representatividad la precede la de legibilidad de la sociedad. Esa dimensión del problema, la terrible verdad de que la voluntad de los representados y la acción de los representantes nunca coincidirán del todo porque es imposible, el populismo la entierra bajo la alfombra de la homogeneidad del pueblo noble y sufrido al que “los políticos” no quieren escuchar (¡como si tuviera una sola voz!).

De la otra dimensión del problema, en cambio, hace clavos de oro. La presión normativa, de raigambre republicana, en favor de la ejemplaridad y la meritocracia en los cargos de liderazgo político (así como la creciente complejidad de los asuntos públicos que torna cada vez más deseable el manejo de conocimientos técnicos para su gestión), entra en conflicto con la autoestima de grandes mayorías que experimentan como un agravio que sus “representantes” modelen estándares que les son inalcanzables. Esa sensación de humillación el discurso populista la activa performativamente, oponiendo a la falsedad elitista que menosprecia la verdad del pueblo sencillo, el valor de un “sentido común” popular y la genuinidad del caudillo.

La “vena visceral antiintelectual” (Zanatta, 2014, p. 20) del populismo libera a las personas, tanto de las restricciones a sus prejuicios y primitivismos, impuestas por la corrección política, como del sentimiento de inferioridad que el discurso meritocrático (lleno, hay que reconocerlo, de dobleces y arrogancias) les infunde. Así, rescata a la gente “de su anterior marginalidad en una opinión pública oficial conformada por discursos tecnocráticos, elitistas e intelectualistas” (Vallespín y Bascuñán 2017, p. 171). Y lo hace denunciando ese discurso y el de los valores ilustrados como una ficción de la vida, una negación de la verdad (entendida como dogma y tradición). En palabras de Sloterdijk (2020, p. 31), refiriéndose específicamente al de derechas, hoy el populismo “no es más que una reacción –en el sentido alergológico de la palabra-” contra la “hipersensibilidad” de las minorías y la “censura permanente” de unas “regulaciones lingüísticas y códigos de conducta” impuestos por una “policía lingüística inquisitiva”, integrada por “los más merecedores, los más educados y los más sensiblemente formados”, es decir, las élites.

El populismo da razón a la reacción defensiva de la comunidad, que siente amenazados sus valores y tradiciones, frente al cosmopolitismo de la sociedad abierta liberal. Herbert Kitschelt, politólogo de la Universidad de Duke, lo sintetiza así:

Aquellos que no pueden adoptar o competir en la orden de estatus dominante –estrechamente asociada con la adquisición de conocimiento y el manejo de desempeño cultural complejo – hacen de esta oposición a este orden un distintivo de orgullo y reconocimiento. La proliferación de teorías de conspiración es un indicador de este proceso. La gente hace que ellos mismos crean en ellas porque los lleva a un mundo alternativo de estatus y rango. (Edsall, 2020, párr. 36).

En ese sentido, aunque fueran denostados, pareciera que acertaron (parcialmente al menos) tanto Fukuyama como Huntington, con sus ensayos de finales de siglo “El fin de la historia y el último hombre” y “Choque de civilizaciones”. El conjunto constituido por el sistema político democrático liberal, el método científico moderno y la economía de mercado, se ha impuesto como un modelo global sin rivales significativos, ni alternativas reales a la vista. Y en el creciente enfrentamiento entre movimientos populistas y partidos prosistema se aprecia “algo parecido a un choque de civilizaciones dentro de una misma civilización” (Vallespín y Bascuñán, 2017, p. 35); choque con claros componentes territoriales, económicos, educativos y hasta generacionales. A las grandes ideologías las han sucedido, como fuente de conflicto político, temas culturales.

El truco populista consiste en presentar las formas populares del líder, su desinhibición y hasta vulgaridad (todo parte de la performance que ese libreto dicta), como señales de genuinidad, de espontaneidad, así como en hacer pasar estas características (que en todo caso son impostadas) como sinónimo de verdad. Como si sinceridad fuera sinónimo de verdad, o falta de elegancia lo fuera de humildad. Esto, en cualquier caso, no es lesivo por sí solo para la democracia. Lo que sí lo es, es que parte esencial de ese guion consiste en una ostentación de virtudes primitivas, enfrentadas a las de la política. Un repertorio de “gestos de virilidad”, que apuntan a las formas moderadas, cautas y respetuosas de la política institucionalizada como pusilánimes, carentes de valentía y falsas.

Este rasgo autoritario del discurso populista (absolutamente coincidente con todos los acordes antes descritos) es el que da al populismo su carácter antipolítico. Desprecia el formalismo y el carácter proceloso, parsimonioso, de los procesos políticos de construcción de decisiones colectivas en el Estado de derecho. Apela, en cambio, por lo que Ortega y Gasset llamaba “acción directa”: la imposición de la propia voluntad sin pasarla por el tamiz de las voluntades ajenas a través de las instituciones deliberativas. La negociación entre distintos valores, intereses contrapuestos y opiniones encontradas es un obstáculo para las causas justas y un insulto al idealismo personal; un lastre a la eficacia de los grandes proyectos, por propender a los acuerdos intermedios en desmedro de los diseños globales.

El populismo reclama hombres de acción, no de palabra. Y hombres con prisa, lo que de nuevo pone el viento a soplar a favor de las velas populistas. Innerarity (2015, pp. 101-105) explica la creciente “asincronía” entre la estructura temporal del sistema democrático representativo (con sus procesos de deliberación razonada y decisión pública) y el ritmo de la evolución social, debido a los actuales “tiempos acelerados donde hay demasiados elementos interactuando”. La “aceleración de los procesos de cambio social (…) despolitiza en la medida en que dificulta la sincronización (…) y sobrecarga la capacidad deliberativa del sistema político”. El ritmo del mundo globalizado y “la presión mediática de inmediatez”, están haciendo que “las instituciones pierdan progresivamente capacidad de configuración” y, por ende, su esfera de influencia. En suma, bajo el imperativo de “las temporalidades dominantes”, “existe toda una presión para convertir a la política en un verdadero anacronismo”.

En este punto, aunque estén en las antípodas, coinciden el populismo y el discurso tecnocrático. La deliberación, dice Innerarity (2015, p. 119), es central en la polis, aunque le pese tanto a “la vieja crítica conservadora al parlamento” como a las “modernas críticas de corte populista o tecnocrático”. La discusión entre partidos carece de sentido frente al dictamen de los expertos o frente a la “inapelable voluntad inmediata del pueblo”. Repugna a estas personas que en política se hable más de lo que se hace. Preferirían que se actuara sin tener que detenerse en las explicaciones, que existiera “una objetividad sin réplica” y que, en aras de la eficacia, pudieran ahorrarse las discusiones. En suma, “librarse del engorro de tener que persuadir”.

Eso explica, para Ortega y Gasset (2014, pp. 80-81), que se odie “al político más que como gobernante como parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales (…) esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia. La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señera voluntad; en suma, la acción directa”.

5. Conclusión

Nuestras democracias modernas no son solo democracias y eso no se ha explicado suficientemente a los ciudadanos. Son un sofisticado sistema de convivencia que se nutre de distintas tradiciones de pensamiento. Sí, del democrático, pero también, y no en menor medida, del liberal y el republicano. Y más importante: son un sistema de convivencia que se asienta en la disposición, en la actitud y en la capacidad humana para eso que llamamos política. Ortega y Gasset insistía en que la “política moderna y sus complicadas instituciones” son una refinada “obra del espíritu”, pero “las masas no quieren nada con ella y su modo de operar es la acción directa en que se suprime todo rodeo y todo intermediario”. Excitado por el deseo de “acabar con las discusiones”, el hombre-masa “prefiere la vida bajo la autoridad absoluta a un régimen de discusión” (2008, pp. 204, 208 y 237).

El populismo da ese golpe en la mesa. Lo hace con una melodía armónica que, en el presente inmediato, alivia con el bálsamo de la ira (clarificando cuanto acontece y señalando a los culpables); promete que en un futuro -siempre postergado- recuperará el pasado (de un pueblo unido y sano); y, durante la espera sin plazo, ofrece un líder como placebo (cercano y genuino). Es decir, da tranquilidad por el desahogo, da esperanza por la ilusión de regresar al Edén y da orgullo por la reivindicación de las señas de identidad del hombre masa. Es lo formidable de esta composición lo que explica el hecho de que, por más refrito que esté, siga siendo eficaz.

Debe combatírsele porque es una amenaza “democrática” a la democracia. Un enemigo íntimo nacido de su seno. Es la desmesura de la democracia, que en su tumoral expansión fagocita las virtudes cívicas (republicanas), los derechos del individuo (liberales) y el entramado de actitudes y destrezas (políticas) que nos permiten vivir juntos a los diferentes, sin que el natural polemos entre los ciudadanos rompa, antes bien dinamice, la polis.

A combatirlo no están llamados ni los aspirantes a caudillos (para los que ningún estropicio es mucho cuando de satisfacer su vanidad y ambiciones se trata), ni los organismos electorales (al menos mientras las fieras finjan tolerar la jaula procedimental que refrena sus desmesuras). La responsabilidad será, sobre todo, de los partidos políticos, de los medios de comunicación y, desde luego, de la ciudadanía.

Líder populista y partido político moderno (con estructuras y funcionamiento interno democráticos) son incompatibles. Nuestras constituciones les confieren a los partidos el monopolio en la postulación de candidaturas, entre otras cosas, para que bloqueen el ascenso de esos personajes, aunque la tentación de venderse como franquicias-trampolín de outsiders populistas ya antes ha sido satisfecha.

Líder populista y prensa libre están destinados a entrar en conflicto. Pero no son incompatibles, porque esta, también, puede facilitar su ascenso. “El populismo llama al populismo” (Zanatta, 2014, p. 235) y, así como los políticos prosistema ceden a la tentación de permitir (e incluso de hacer propias) las formas populistas en aras de los votos, así también la prensa profesional, en función del rating, emulando a la tabloide, puede montarle el telón de fondo a quien será su enemigo jurado, a ese “showman que aumenta los índices de audiencia y comienza a ser mimado por los medios” (Vallespín y Bascuñán, 2017, p. 50). Más aún, “lo que da vida a los actores populistas es la espectacularización del fracaso” (Vallespín y Bascuñán, 2017, p. 38), a la que con tanta vocación suelen contribuir los medios. Y ni qué decir si de lo que se habla es de los nuevos medios. Es evidente la ya mencionada afinidad electiva entre las redes sociales digitales y el populismo, y una reciente investigación ha aportado evidencia empírica de la correlación entre tecnología 3G, caída en la confianza en los gobiernos y éxito electoral de opositores populistas (Guriev, 2019).

Líder populista y ciudadanía responsable son incompatibles. El líder populista es un aspirante a “papá” de la nación al que solo adultos pueriles pueden seguir. Una relación indigna de refugio y cobardía, de abandono de las responsabilidades cívicas. Para Sloterdijk (2020, pp. 13-14) se trata de un “pacto diabólico” que se dará “siempre que una producción más o menos explícita de ídolos converja con la demanda más o menos abierta de ilusiones edificantes”. Un contrato de vasallaje que surgirá “donde una voluntad de creer se encuentre con la propaganda”. Porque la verdad es que “sin el anhelo por lo falso, en la medida en que resulte útil para la vida en una situación dada, no se venderían las ofertas engañosas”.

He ahí el peligro siempre latente del populismo: nuestra naturaleza. En palabras de Unamuno, anatomista del alma humana: “Los hombres (…) buscan la libertad bajo la tiranía y buscan la tiranía bajo la libertad (…) no hay que decir tanto homo homini lupus, que el hombre es un lobo para con el hombre, cuanto homo homini agnus, el hombre es un cordero para el hombre. No fue el tirano el que hizo el esclavo, sino a la inversa (...). Porque la esencia del hombre es la pereza, y, con ella, el horror a la responsabilidad” (2000, p. 38).

 

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