La participación política de la mujer en Costa Rica:
Un breve abordaje desde el materialismo histórico
Andrei Cambronero Torres*1
Jeffry Chinchilla Madrigal*2*
Nota del Consejo Editorial
Recepción: 1 de noviembre de 2017.
Revisión, corrección y aprobación: 29 de junio de 2018.
Resumen: El artículo aspira a ser un aporte para, desde el materialismo histórico (como corriente de pensamiento sociológico), la construcción de un marco teórico común de abordaje de las dinámicas de participación política de la mujer. Para ello, se han ideado tres segmentos: a) un desarrollo teórico desde los planteamientos clásicos del marxismo acerca del tópico de interés; b) un repaso sobre la participación política de la mujer en Costa Rica, privilegiándose un enfoque materialista histórico; y c) un análisis de la participación de las mujeres en recientes procesos electorales costarricenses. En concreto, el texto plantea dos grandes líneas de trabajo: por un lado, la síntesis analítica de algunas de las categorías de la referida perspectiva teórica y, de otra parte, un estudio de caso: el costarricense.
Palabras clave: Materialismo histórico / Participación política / Mujeres / Derecho al sufragio / Movimientos sociales / Historia política / Costa Rica.
Abstract: This article aims at being a contribution, from the perspective of historical materialism, for the construction of a common theoretical framework for approaching the dynamics of the political participation of women. Thus, three segments have been devised: a) a theoretical development from the perspective of the classic guidelines of Marxism about the topic of interest; b) a review of the political participation of women in Costa Rica favoring a historical materialism approach; and, c) an analysis of the participation of women in recent electoral process in Costa Rica. To sum up, the article presents two great work lines: on the one hand, the analytical review of some categories of the aforementioned theoretical perspective and, on the other hand, a case study, the Costa Rican case study.
Key Words: Historical materialism / Political participation / Women / Right to suffrage / Social movements / Political history / Costa Rica.
Cada acontecimiento importante tiene su hora histórica y nada se adelanta ni se atrasa en el constante discurrir de los días.
Ángela Acuña Braun
El derecho al voto de las mujeres en Costa Rica suele verse como una concesión bondadosa de la Asamblea Constituyente de 1949; se entiende, más que como una conquista, como uno de los aportes progresistas de los “padres fundadores” a la democracia más longeva de toda América Latina. Sin embargo, la participación política femenina encierra un proceso histórico de avances y retrocesos, de luchas entre clases, pero también, dentro de cada clase.
De acuerdo con lo anterior, este artículo pretende contribuir a la elaboración de un marco teórico que permita mostrar cómo, desde una perspectiva materialista histórica, se puede explicar la universalización del sufragio en nuestro país; específicamente, en punto a la inclusión de las mujeres. Para ello, es ineludible una base conceptual previa, un desarrollo histórico de los movimientos feministas (extranjeros y nacionales) y una rápida mirada a hechos políticos contemporáneos relacionados con el tema de estudio.
Lo anterior con la advertencia metodológica de que no se trata de un estudio cuya pretensión sea, de nuevo, exponer los principales fundamentos del marxismo o, más amplio, del materialismo histórico. Sobre tal tópico, las producciones, tanto ensayísticas como en formato libro, son profusas; en otros términos, lo propio de las relaciones materiales de producción, las relaciones sociales que, de eso, derivan y, en general, los pormenores de la metáfora arquitectónica (infraestructura y superestructura) son contenidos teórico-conceptuales que se dan por entendidos, sea, se parte de que el lector tiene una noción de tales formantes.
A lo largo de la historia, el papel de las mujeres en la sociedad se ha visto minimizado y sustancialmente invisibilizado, según la lógica de la división social del trabajo. Tal diferenciación inicia –de forma material y simbólica– desde los procesos de socialización primaria, destacándose como uno de los principales contextos el núcleo familiar; así, por un lado, se impone un sistema de sujeción frente a la figura paternalista del varón y –correlativamente– una restricción de la mujer para la posesión y la utilización de los medios de producción. Todo esto significó, durante una no despreciable parte de nuestra historia como especie, un acceso prácticamente nulo de las mujeres a espacios públicos, a los procesos de toma de decisión en las diversas coyunturas económico-políticas.
Esa desigualdad tiene su génesis, como lo ha señalado el marxismo, desde la destrucción del clan comunitario matriarcal y la aparición de la familia patriarcal, la propiedad privada y el Estado. Fue así como una incipiente y precaria división del trabajo (basada en la caza y la recolección) dio paso a una diferenciación de tareas más elaboradas, en la cual, el varón aprovechó y acaparó la actividad social productiva.
A manera de resumen, Reed (1970, p. 3) señala:
En virtud del papel preeminente que habían tenido los hombres en la agricultura extensiva, en los proyectos de irrigación y construcción, así como en la cría de animales, se apropiaron poco a poco del excedente, definiéndolo como propiedad privada. Estas riquezas potencian la institución del matrimonio y de la familia y dan una estabilidad legal a la propiedad y a su herencia. Con el matrimonio monogámico, la esposa fue colocada bajo el completo control del marido, que tenía así la seguridad de tener hijos legítimos como herederos de su riqueza.
Ese escenario hizo aparecer la familia monogámica y el robustecimiento de la institución marital, colocándose a la esposa en un rol dependiente del esposo, quien tiene por deber el servir de proveedor y de dar protección al núcleo. Esto, a su vez, desencadenó un reforzamiento de la propiedad privada, asentó el modelo patriarcal –dado el sistema de aprehensión por parte de los hombres de las condiciones productivas sociales– y “encarceló” a las mujeres en el ámbito privado, lejos de los bienes y la independencia.
En ese sentido, nótese que Engels, en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, mencionaba:
… la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como un acuerdo entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma del esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos, desconocido hasta entonces en la prehistoria. (…) el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases, con la del sexo femenino por el masculino. (El resaltado es propio) (Engels citado por D’Atri, 2004, p. 3)
Paradójicamente, la aparición del capitalismo permitió a las mujeres [principalmente de esencia proletaria] “salir” de su enclaustramiento4: a la vez que lograba incorporarlas a las tareas manuales y operacionales a las que el hombre tenía acceso directo, también las condenaba a adquirir las peores condiciones. El capitalismo tradicional no consideraba [¡y poco le importaba!] el doble y hasta triple rol que, en lo cotidiano, las mujeres desarrollaban: por un lado, debían vender –a muy bajo precio– su fuerza de trabajo y, por otra parte, estaban obligadas a continuar ejecutando sus obligaciones maritales y hogareñas. ¿A qué precio y bajo qué condiciones se busca reducir la brecha de desigualdad existente entre hombres y mujeres? A uno muy alto: grandes sacrificios, pocas retribuciones.
Tal esquema se alimentaba, además, por una primacía del hombre en la sociedad, cuyo sustento eran los diversos esquemas de dirección y la definición societal de los papeles de los individuos; en esos procesos, las élites cooptaban la capacidad de definición (importa decir que el poder se sostenía en andamiajes ideológicos patrilineales: por los varones y en beneficio de los varones).
A pesar de muchos pseudoesfuerzos de quienes detentan el poder, las políticas estatales no lograron una verdadera libertad de la mujer; los esquemas siguen moldeando una verdad impuesta desde un patriarcado instaurado a fuerza de un sofisma de inferioridad.
Lenin lustra el punto cuando menciona que:
…la igualdad ante la ley todavía no es igualdad frente a la vida. Nosotros esperamos que la obrera conquiste, no sólo la igualdad ante la ley, sino frente a la vida, frente al obrero. Para ello es necesario que las obreras tomen una participación mayor en la gestión de las empresas públicas y en la administración del Estado. [...] El proletariado no podrá llegar a emanciparse completamente sin haber conquistado la libertad completa para las mujeres. (El resaltado es propio) (Citado por D’Atri, 2004, p. 5)
La exclusión de las mujeres de las diversas áreas político-sociales no solo obedeció a una negación de su individualidad5, sino también, a una subyugación como personas de clase, lo cual convalidó que los hombres empezaran a dominar los distintos ámbitos de la esfera pública. Fue en este escenario, donde una serie de movimientos [principalmente provenientes de sectores feministas, la llamada corriente “sufragista”] empezaron a desplegar sus luchas contra, por un lado, el sometimiento moral patriarcal que aplastaba la condición femenina al considerársele un producto inferior de la naturaleza [razones de debilidad, maternidad, etc.] y, por otra parte, contra ese impedimento ideológico que entrababa su participación pública en la política de un país o una nación.
El liberalismo, lejos de buscar una igualdad práctica para las mujeres, subrayó con feroz empuje la división sexual del trabajo y dividió la vida social en dos polos diametralmente opuestos: la vida privada, de hogar, para las mujeres; y, en la otra acera, la vida pública, política, de trabajos externos al núcleo familiar, para los hombres. Las mujeres eran las encargadas de la reproducción [y en el peor de los casos de trabajos esclavizados mal pagados] y los hombres se convirtieron en los dueños y principales motores de la producción.
Fueron activistas como Zetkin las que introdujeron el esquema histórico material y mencionaron que el arreglo de la situación femenina dependía de una verdadera lucha de clases. Y que, lejos de hablar de una revuelta femenina, lo correcto era encausar los avances y las manifestaciones sociales en virtud de luchas de clase, pero principalmente del proletariado, asentando el problema sobre una base económica-política. Esto porque era el proletariado precisamente quien debía conquistar el poder político, ya que las mujeres se habían convertido –sin variantes- en un motor laboral similar al de los hombres, por lo que se abogaba por desaparecer la subordinación femenina.
En palabras de la citada autora: “La lucha de emancipación de la mujer proletaria no puede ser una lucha que va unida a la del hombre de su clase contra la clase de los capitalistas (…) el objetivo final de su lucha no es la libre concurrencia con el hombre, sino la conquista del poder político por parte del proletario”. (Zetkin, 1976, p. 105)
Ortega & Gasset, en su clásico Rebelión de las Masas, afirmaba que “La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral” (2006, p. 139). En efecto, el conjunto de reglas que norman la competencia y el acceso a los cargos de elección popular es una variable de peso para comprender y explicar la representación política y el sistema de partidos de un país en particular; empero, no es el único.
Para poder entender por qué las mujeres han necesitado de cuotas afirmativas para insertarse en la discusión de asuntos de la polis, es necesario tener presente, cuando menos, las dificultades que, desde el plano de la matriz social, se yerguen como elementos estructurales de desigualdad entre los géneros.
El ideal revolucionario de la Francia de finales del segundo cuarto del siglo XVIII propugnaba por una “igualdad” entre los hombres, lo que da visos ad initio de una inequidad en las condiciones, oportunidades y derechos de quienes no eran justamente eso: hombres. Como lo afirmaba Lenin, uno de los espacios donde con mayor facilidad se desnudan las asimetrías entre el arquetipo democrático burgués y el modelo socialista es la posición de la mujer (Lenin, 1919).
Precisamente, esa advertencia que se formulaba en 1919 nos permite concluir que el problema de la desigualdad de géneros no es de origen natural –se aleja de un determinismo biológico– sino que surge a partir de la construcción histórico-social de las respectivas sociedades. Las variaciones en los métodos de producción que mutaron considerablemente desde la caza recolección, donde la mujer tiene un papel preponderante, hasta la fase capitalista actual– fueron paulatinamente colocando al “sexo débil” un escalón abajo: los hombres, al convertirse en los protagonistas de los procesos para la obtención del capital y apropiación del excedente, se posicionan en lo público, ayudados, además, por instituciones sociales como la iglesia y la familia misma; circunstancias todas que se conjugan en condiciones de posibilidad para la hegemonía del patriarcado (Reed, 1970).
Sin perjuicio de lo señalado, en el presente ensayo importa centrarse en cuáles han sido los procesos dialécticos propiciadores del cambio normativo que, para el caso costarricense, permitió la inclusión de la mujer en la política y, de cara al evento comicial de 2014, la paridad y alternancia en las listas a puestos de elección plurinominales.
Ciertamente, hace algunas líneas se referenciaba la Revolución francesa como un intento fallido para la igualdad en términos de inclusión de las mujeres; no obstante, es precisamente en ese período histórico donde suele situarse el origen del feminismo como movimiento social. De previo, la producción literaria (como catalizador de ideas y cambios) había jugado un papel trascendental: al empuñar la pluma para desmitificar el supuesto origen inferior del sexo femenino, gradualmente se intentó legitimar el acceso de las mujeres al conocimiento; en ese sentido, los aportes de Poullaine de la Barre (con obras publicadas alrededor de 1675) resultan ilustrativos.
Pero, en el proceso tensionado entre reconocer espacios a la mujer y mantener el dominio estructural del proceso productivo capitalista y sus instituciones emblemáticas, se dieron “diálogos” importantes. Rousseau, por ejemplo, legitimaba un trato diferenciado en razón de género, ya que creía en una naturaleza distinta de la mujer; premisa que fue adversada por Mary Wollstonecraft (Vindicación de los Derechos de la Mujer, 1792) y posibilitó, nuevamente, el posicionamiento de la educación como un recurso necesario para promover la participación femenina en espacios públicos (Sánchez, 2001).
En este punto es de vital importancia resaltar cómo, desde el grupo de mujeres activistas, se barruntaba que era necesario propiciar condiciones sociales que facilitaran su inclusión en los espacios no privados. La igualdad de derechos, más allá de la formulación legal de cláusulas integradoras partía de una socialización favorable a la potencialización de las capacidades políticas de la mujer.
Correlativamente, el contexto de la revolución permitió el afianzamiento de grupos de mujeres que se reunían en lugares públicos para discutir acerca de temas literarios y políticos pero, de igual modo, para expresar su sexualidad –gracias al proceso de secularización–. Sin embargo, debe reconocerse una participación predominante de las mujeres burguesas en este tipo de movimientos, de donde se concluye una relación social de producción aún más desventajosa para el segmento femenino del proletariado.
Pese a esos condicionamientos, autores como Condorcet muestran planteamientos más inclusivos, sea la participación femenina más allá de la clase social de origen; así por ejemplo, en 1790 referencia, a través de un ensayo titulado “Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía” y, también hacia finales del siglo XVIII, Olympe de Gouges realizó una prolífica producción de activismo político-social a través de las letras, llegando en 1791 a escribir una “Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana” como forma de reivindicar la redacción preeminentemente masculina de la Declaración Universal de 1789.
Para el objeto del presente apartado, es primordial el impulso dado a la igualdad en derechos políticos, principalmente, el sufragio. Grosso modo se puede apreciar como el período histórico posrevolucionario, como tal, fue terreno fértil para acomodos y reacomodos del conglomerado social y, en el caso concreto del feminismo, se dieron las condiciones necesarias para un incipiente posicionamiento. Las relaciones tensionadas entre el conservadurismo –incluso sostenido la propia revolución a partir de la corriente jacobina con Robespierre a la cabeza– y movimientos progresistas de mujeres, empezaron a crear las condiciones para la participación política de esa mitad de la población.
Ahora bien, ya en el siglo XIX se empezaban a fraguar los espacios que, a la postre, serían los insumos de los movimientos sufragistas contemporáneos o del pasado reciente. Ya en la producción de Flora Tristán –Unión Obrera, 1843– se advertía que uno de los orígenes de las vejaciones contra la mujer era aceptar equivocadamente la inferioridad de la naturaleza de este género frente al hombre. Como puede apreciarse, las anteriores afirmaciones encierran una crítica a percibir como dada una estructura asimétrica legitimada en desigualdades naturalistas; en otros términos, condena la visión fetichizada de la condición subordinada del sexo femenino, a contrapelo de la explicación histórico-material del fenómeno.
De esa suerte, en el libro citado se propugna por una mejora en las condiciones de las mujeres como vehículo para un bienestar generalizado: “La ley que esclaviza a la mujer y la priva de instrucción, os oprime también a vosotros, varones proletarios”. (Tristán citada por INAMU, 2012)
Es en ese contexto que, de “este lado del charco”, los movimientos sufragistas empiezan a tener voz. En Estados Unidos, la búsqueda por universalizar la ciudadanía –a través de escritos como los de las hermanas Grimké– crean las condiciones socio-históricas necesarias para promulgar la Convención sobre los Derechos de la Mujer (1848) donde, entre otros, se defendió la universalización del sufragio a través de la inclusión de las mujeres (Sagot, 2011).
Con esos influjos ideológicos, se llega a las postrimerías del siglo XIX, momento histórico donde se puede visualizar una internacionalización del movimiento de mujeres, con la aparición del Consejo Internacional de Mujeres, la Alianza Internacional para el Sufragio Femenino, la Internacional Socialista de Mujeres, entre otras (INAMU, 2012).
Las corrientes de pensamiento europeo y estadounidense permearon América Latina. Los constantes debates acerca de la igualdad de género y el acceso equitativo a los bienes (materiales y simbólicos) de la sociedad calaron en los movimientos sociales del “nuevo mundo”, al punto de constituirse sistemáticamente organizaciones para la reivindicación de los derechos de este segmento de la población: Federación Femenina de La Paz (Bolivia), Evolución Femenina (Perú), Unión Gremial Femenina y Centro Socialista Femenino (Argentina), por citar algunos ejemplos.
Así, durante la primera mitad del siglo XX las luchas femeninas pueden resumirse en la siguiente frase de Tuñón: “El problema de la mujer no es solo de clase, las mujeres tenemos causa común y causa diferente. La causa común es la de la mayoría de mujeres que vivimos explotadas por los capitalistas y la causa diferente es la reconquista de nuestra autonomía con la responsabilidad social…” (Citada por INAMU, 2012, p. 40).
Con base en la ajustada síntesis de los párrafos anteriores, llegamos al contexto costarricense. Los primeros destellos del movimiento femenino en el país se encuentran al lado de las luchas campesinas y obreras para acrecentar el bienestar general; empero, los actos de mayor impacto y posicionamiento del discurso fueron, como fue usual en otras latitudes, gestados desde las mujeres burguesas con intereses sectoriales definidos.
De la mano con lo señalado, la posibilidad de incursión de mujeres en la educación, principalmente en estudios superiores de la Escuela Normal, genera la aparición de protagonistas como María Isabel Carvajal en la literatura y política; la relevancia de personajes como Carmen Lyra radica en el surgimiento de nuevos cuestionamientos acerca de los verdaderos problemas de las féminas de la época: las sufragistas –de corte burgués– luchaban por el acceso al sufragio, en el tanto el Centro de Estudios Sociales Gremial –con Carvajal, García Monge y Dengo– ponían el acento de la tensión en el rostro económico y social del conflicto (Chacón, 1984).
Un nuevo elemento se suma al diálogo tensionado: las mujeres de las clases populares, sea obreras, artesanas y de servicio doméstico, no solo están en desventaja por condicionamientos estructurales de la matriz productiva; allende ello, las instituciones del capitalismo como la familia de corte patriarcal, también las convierte en adláteres de sus maridos. En este punto, conviene aclarar que para Hidalgo (2004) el Partido Comunista costarricense no “relevaba” las luchas de las mujeres por entenderlas secundarias, sino incentivaba la maternidad como función social de este género, sea elemento trascendental para reproducir la clase trabajadora.
Quizás uno de los símbolos palpables de que la sociedad moldea sus instituciones y no estas a sus miembros a partir de fundamentos ontológicos, se encuentra en uno de los intentos iniciales por convertir en norma positiva el sufragio femenino. Pese a ese clima ideológico que se ha venido bosquejando, el Congreso de la República fue categórico en rechazar la propuesta que, en 1913, planteó Ricardo Jiménez Oreamuno y por intermedio de la cual se pretendía un voto directo, secreto y femenino (Rodríguez, 2003); el voto censitario se eliminó para los hombres, mientras que las mujeres debieron esperar cuarenta años para ser sujetos del sufragio activo: las condiciones de posibilidad aún no estaban dadas.
Por ese camino de avances y retrocesos la sociedad costarricense asistió al alumbramiento de la “Liga Feminista”. Una de las matronas de este parto fue la participación activa de Ángela Acuña, Corina Rodríguez y la citada María Isabel Carvajal en el partido Reformista (1923), cuya ideología política era favorable al sufragio femenino como reconocimiento por la capacidad de sacrificio, lucha y valentía de este género. Nuevamente, este nuevo movimiento tenía un marcado tinte de clase: el núcleo duro de integrantes de la liga era predominantemente de clases acomodadas (media alta y alta).
No obstante, esas mujeres que habían podido acceder –gracias a su condición socioeconómica– a educación formal e información foránea acerca de las luchas reivindicadoras, se preocuparon por sus congéneres de origen pobre y rural, pues en el Colegio Superior de Señoritas –centro de enseñanza donde estas ideólogas del feminismo costarricense se habían insertado como docentes–, estudiaban jóvenes de origen obrero.
De esa suerte, la década de 1920-1930, en cuanto a las luchas feministas, estuvo marcada por varios debates en torno al acceso de las mujeres al sufragio: para sus promotoras era la forma de participar en la toma de decisiones y transformación de la sociedad de la que eran parte, así como igualar su posición con respecto al hombre. Para sus detractores, el sufragio femenino era “una ocurrencia”, en el tanto las mujeres pertenecían al hogar, al ámbito privado.
Como puente entre los años 30 del siglo XX y su decenio inmediato posterior, la lucha femenina utilizó, nuevamente, a abanderadas como María Isabel Carvajal. En efecto, al incorporarse a las filas del partido Comunista (1931) Carvajal asume un espectro de discusión más amplio: no es solo el voto, sino también jornadas de ocho horas, salario justo y alquileres de vivienda accesibles, los componentes ineluctables para mejorar la condición de la mujer.
Si a lo anterior se agrega el ingrediente de un modelo económico agotado (debacle de la agroexportación), las condiciones estaban dadas para una movilización social; se da entonces el intento por conformar el “Sindicato Único de Mujeres” para exigir mejores condiciones laborales en un clima de crisis mundial, pero esta fue una iniciativa fugaz aunque de experimentación organizativa (Chacón, 1984).
Otra vez debe subrayarse el carácter de clase de las luchas feministas, en el tanto que también para esta época el estandarte estuvo marcado por exclusión a lo interno de las mismas mujeres. La primera mitad de la década de 1930 fue fecunda en discusión de proyectos de ley para el sufragio femenino, mas el contenido normativo creaba, en sí mismo, exclusión: se contendía por un voto femenino censitario, esto es para aquellas mujeres con cualificación específica (profesionales o maestras de Estado) o preparación en centros de instrucción (Barahona, 1994).
Como es de suponer, esa iniciativa tampoco encontró eco en los congresistas costarricenses, quienes argumentaban que la mujer en la política provocaba la desatención del hogar, la pérdida del “encanto femenino” y que, por otra parte, la soberanía de la nación no incluye al sexo débil, sino únicamente a los hombres. Lamentablemente, esta fue la tónica durante este lapso: pulsos constantes, varios proyectos y ninguna conquista.
Puestos a los años de 1940, y antes del clivaje de 1948, el panorama parece mejorar. La efervescencia social generalizada producto del nepotismo, manejos dudosos de la hacienda pública y los controvertidos resultados electorales fueron caballos de Troya para el movimiento femenino.
Durante la “Huelga de brazos caídos”, las mujeres toman un papel protagónico en la lucha, fornecen a los movimientos de insumos materiales –alimentos y cuido–, toman espacios públicos y forjan opinión a través de medios de comunicación impresos. Estas acciones permitieron volver a posicionar el discurso sufragista en la palestra. Como un símbolo incansable de la causa, Carmen Lyra llega a la presidencia de la Unión de Mujeres del Pueblo desde donde se propuso “levantar el nivel político de las mujeres de clase trabajadora, para capacitarla teórica y prácticamente en la organización de la lucha que está librando el pueblo en la presente campaña electoral” (Chacón citada por INAMU, 2012, p. 65).
De lo transcrito, es evidente cómo se maneja la lucha feminista según el lugar social desde donde se mire: Emma Gamboa y Ángela Acuña se oponían a medidas “radicales” de confrontación, lucha y ruptura; su participación en el feminismo era desde una creación de espacios ideológicos favorables al cambio. En sentido contrario, Lyra tenía clara la ineludible fase de lucha para alcanzar conquistas sociales, por eso siempre se mostró confrontativa y crítica, al tiempo que se concibe un acompañamiento de las mujeres de clase obrera con mejores condiciones educativas.
Los contextos mundial y nacional bosquejados hasta el momento, así como el desarrollo histórico que de ellos se extracta en el tema de la participación política de la mujer, y más específicamente en cuanto al sufragio femenino, podrían hacer pensar en la existencia de condiciones para el reconocimiento autónomo de la igualdad de la mujer mediante el otorgamiento de derechos políticos. No obstante, como último eslabón de la cadena histórica hilvanada en las anteriores líneas, debe perderse la inocencia acerca de la buena voluntad del constituyente de 1949 para otorgar, en definitiva, el derecho al voto de las mujeres en el país.
La “visionaria”, “progresista” y “bien intencionada” Asamblea Nacional Constituyente de 1949 no fue, del todo, un dechado de equidad. Desde su conformación, el constituyente fue eso: “el”, sea todos los representantes eran hombres; si bien la conformación del pleno se rigió por cotas normativas estructurales donde las mujeres no tenían posibilidad jurídica de participación, lo cierto es que la ruptura del orden constitucional no fue lo suficientemente “revolucionaria” al punto de incluir a mujeres como “madres” del nuevo orden constitucional. Cómo iba a permitirse la participación femenina en tan alta misión, sí, eran revolucionarios, mas no anarquistas del orden social.
Con esa premisa clara, otra suspicacia. El voto femenino no es el reconocimiento del carácter igualitario de las mujeres frente a los hombres en el ámbito político, por el contrario, es el “premio” a justas heroicas que, desde el patriarcado, se dan. En esa línea, el diputado Ortiz Marín –secretario de la Asamblea– afirmaba: “Los acontecimientos últimos vividos por el país, en los que las mujeres tuvieron una decidida participación, son suficientes para otorgar a las mujeres el derecho al sufragio (…) líderes políticas y patrióticas, simplemente han conquistado el derecho a votar y las conquistas no se discuten” (Carranza, citada por INAMU, 2012, p. 70).
En suma, el sufragio femenino en Costa Rica es producto de una lucha histórica por reivindicar derechos de la mitad de la población, empero, ese conflicto es prueba de que son las condiciones de posibilidad de una época y tiempo determinados las que catalizan los cambios sociales7. En uno de los estadios de la historia de la humanidad las mujeres eran el protagonista, la filiación se daba a partir de parámetros matrilineales y su rol social no era eclipsado por los “cazadores”; luego, con el cambio de las relaciones sociales y de producción, se generan condiciones estructurales de subordinación, limitantes que solo un proceso relacional tensionado permite superar y que, también, permite mantener en cambio constante.
En el siguiente y último apartado se expondrá, entonces, cuáles han sido las manifestaciones concretas que, a partir de la lucha expuesta y la relación dialéctica (tensionada) con el capital, se han dado en el sistema electoral costarricense en punto a la participación política de la mujer en procesos comiciales.
Ciertamente, la exclusión de la mujer de lo “público” es un hecho social que, como tal, es multifactorial: la división social del trabajo, un devenir histórico predominantemente patriarcal y hasta la propia construcción de etiquetas como “sexo débil” son solo algunos obstáculos que las mujeres han debido vencer para salir del anonimato hogareño.
En punto al acceso de las mujeres a puestos de gobierno a través del voto, el régimen electoral8 ha sido clave para incentivar –cuando no forzar– la inclusión femenina en las nóminas de candidatos con opción real de elección, aprovechándose del influjo sociohistórico que da las condiciones de posibilidad a tales normas. Por ejemplo, en Costa Rica hasta 2009 (y todavía para las elecciones generales de febrero de 2010) se utilizó un sistema de cuotas: el Código Electoral de entonces exigía, al menos, un 40% de participación de las mujeres en las asambleas –de todas las escalas– de los partidos políticos, así como en las nóminas de candidatos a puestos plurinominales. No obstante, la práctica llevó a una suerte de fraude de ley, pues las agrupaciones colocaban a las mujeres en los “pisos” de las papeletas, con lo que sus posibilidades reales de ser electas eran ínfimas por no decir nulas; con esto se desnuda la realidad patriarcal del costarricense del pasado reciente: la política, pese a todos los discursos, continúa siendo androcéntrica.
Frente a esto, el juez electoral costarricense debió –en ejercicio de su competencia constitucional de interpretar exclusiva y obligatoriamente las normas de contenido electoral– especificar que el porcentaje de la cuota debía respetarse necesariamente en puestos elegibles (ver resolución del TSE n.° 1863-1999). Esa postura jurisprudencial revela un cambio en la realidad pensada: en la matriz teórica del órgano electoral, luego del proceso evolutivo y los conflictos históricos subyacentes, se nota una consciencia de equidad de condiciones entre sexos (esta visión no siempre ha sido la misma: por ejemplo, en la década de 1970 se aprecian en las actas del TSE respuestas donde, ante consultas de funcionarios obligados a mostrar una neutralidad político-electoral absoluta, se respondía que, aun cuando la vivienda estuviera inscrita a nombre de la mujer, no podría pensarse que la colocación de un signo partidario externo responde a alguien distinto del hombre, quien es “jefe de hogar”).
Retomando el tema, se afirma que esas particularidades del sistema electoral promovieron, en la elección de diputados a la Asamblea Legislativa para el período 2010-2014, un congreso conformado por 38.6% de legisladoras; sea, un porcentaje bastante cercano a la cuota legal9. No obstante, debe tenerse presente que el incumplimiento de la cuota en la nómina conllevaba su rechazo, factor coercitivo que, en mucho, puede explicar esa identidad casi perfecta entre el deber ser de la norma y los resultados finales. Podría tratarse, entonces, no de una interiorización del carácter igualitario o de una concientización acerca de la valía de la mujer como un actor político más, sino, más bien, es dable pensar en el resultado de un esquema de pensamiento que puede resumirse en: si no presentamos mujeres nosotros –los hombres- tampoco podemos presentarnos para acceder a cargos de elección popular; es cooptar espacios para no perderlos.
Ahora bien, con la promulgación del Código Electoral de 2009, Costa Rica se pone a la vanguardia en la positivización de normas favorables a la participación política femenina; puntualmente, el legislador instituyó la paridad en todas las delegaciones, nóminas y demás órganos, sumando como mecanismo de aplicación la alternancia o cremallera (artículo 2)10.
Ese componente del sistema electoral tuvo aplicación práctica –por primera vez– en los comicios municipales de 2010, donde las listas para el tipo de elecciones plurinominales (caso de los concejos de distrito11) debieron ser presentadas por los partidos políticos observando ese principio de paridad. Empero, en estos órganos colegiados la participación femenina ya era de por sí alta, con lo que el efecto de la paridad no varió mucho el histórico, cerca del 45% (Sobrado, 2012). Eso no pareciera extraño si se entiende que la participación de la mujer en el ámbito local puede responder a lo “no atractivo” de los cargos en las corporaciones municipales que en algunos casos se sirven ad-honorem (concejalías de distrito).
La nota gris en esa primera experiencia es la resistencia partidaria a otorgar los primeros puestos o los cargos titulares –en el caso de elecciones uninominales– a mujeres, aspecto de más para subrayar el carácter estructural y social del problema. Más allá de una respuesta normativa, es necesario un cambio en el marco referencial que se tiene de las mujeres y su participación en la toma de decisiones y en la gestión de políticas públicas. Si bien la paridad y la alternancia fueron previstas para tipos de elección donde se elige por nóminas y sistema proporcional, a partir de una interpretación del TSE se puntualizó que, en virtud de esa paridad, en los cargos municipales electos por sistema mayoritario, el puesto suplente deberá ocuparse por un candidato del sexo opuesto al de quien aspire a la plaza titular (resolución n.° 3671-E8-2010). Nuevamente, fue necesaria una medida coercitiva para modelar el acceso femenino, respuesta institucional que, más allá de su fin altruista, podría abordarse como una válvula de escape o de catalización del conflicto social.
Esa postura tradicional de los partidos de postular hombres a los cargos uninominales y la ejecución de lo dispuesto por el órgano electoral llevó a los siguientes resultados en la elección municipal de diciembre 2010: de las 81 alcaldías el 87.7% fueron ocupadas, luego de la declaratoria de elección, por hombres; y de las 8 intendencias solo 2 fueron ejercidas por una mujer12. Tales cifras no distan de las obtenidas luego de los comicios municipales de 2016: tratándose de las alcaldías, en el 85.2% de ellas se declaró electo a un hombre (69 de los 81 ayuntamientos en disputa) y se designaron 5 intendentes frente a 3 intendentas.
De cara al proceso comicial nacional de 2018, se inicia un nuevo capítulo. Con la resolución de la Sala Constitucional n.° 16075-15 y, en especial, con el fallo del Tribunal Supremo de Elecciones n.° 3603-E8-2016 se mejoran las condiciones para que las mujeres puedan acceder a los cargos representativos del gobierno nacional.
En efecto, en una revisión de su línea jurisprudencial, los magistrados electorales hicieron una relectura de las normas legales que regulan la paridad: los cambios que ha sufrido el sistema electoral, a decir de tales jueces, ameritó andar sobre sus pasos y establecer que “la paridad de las nóminas a candidatos a diputados no solo obliga a los partidos a integrar cada lista provincial con un 50% de cada sexo (colocados en forma alterna), sino también a que esa proporción se respete en los encabezamientos de las listas provinciales que cada agrupación postule…” (TSE, Resolución 3603-E8-2016, p. 18).
De esa suerte, es esperable que en la nueva conformación del Congreso (período 2018-2022) se dé un incremento en el número de mujeres parlamentarias, empero, tal medida muestra, más allá de la vocación del juez electoral por tutelar el derecho de participación de esta más de la mitad de la población del país, que la institucionalidad debe seguir forzando una modificación en la visión de mundo, un cambio radical en la matriz atávico-patriarcal en la que hemos sido socializados.
De este breve repaso por aspectos puntuales del sistema electoral costarricense puede concluirse que la visión patriarcal se mantiene inserta en nuestra sociedad. Ciertamente, se han dado avances importantes producto de las luchas, pero se siguen dejando de lado aspectos trascendentales derivados de la división social del trabajo por sexo: el sistema capitalista busca la homogeneidad, lo cual aplicado a la igualdad de géneros lleva a conclusiones aventuradas como utilizar un sistema de ponderación igual para ambos sexos en el acceso a cargos. Así, una mujer, por el tiempo que le dedica a las labores del hogar y a su familia, tiene limitaciones mayores para la producción científica (artículos), menores espacios para el lobby y grandes dificultades para cursar educación superior en el extranjero; hoy, todos esos elementos se presentan como deseables en “una buena candidata”.
Desde esa inteligencia, pese a que el entramado institucional ha ido acomodándose para brindar acciones afirmativas en favor de la participación política de la mujer, lo cierto es que el clima cultural mantiene barreras simbólicas de acceso que, junto con las reales (como los citados horarios masculinos), limitan la materialización del principio de igualdad en la arena pública.
Los procesos sociales son altamente complejos; por ello, una variación en el sistema jurídico no supone, per se, un cambio en el accionar de los sujetos. Ciertamente, el derecho modula comportamientos y condiciona la realidad social; empero, es necesario que los destinatarios de las normas las interioricen y se dejen convencer de las nuevas dinámicas.
En el ámbito de la participación política de la mujer no basta con fijar pautas que, por la senda de la equidad, añoren la citada igualdad, antes bien, la lucha no es solo por conquistar lo formal; es, primordialmente, una empresa por defenestrar mitos, por salir a la calle, por asumir una corresponsabilidad de los cuidados, por entender que el acceso igualitario en lo público pasa por superar las desigualdades de lo privado.
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Resoluciones
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Tribunal Supremo de Elecciones (2016). Resolución n.° 3603-E8-2016 de las diez horas del veintitrés de mayo.
Tribunal Supremo de Elecciones (2010). Resolución n.° 3671-E8-2010 de las nueve horas treinta minutos del trece de mayo.
Tribunal Supremo de Elecciones (1999). Resolución n.° 1863-1999 de las nueve horas y cuarenta minutos del veintitrés de setiembre.
* Costarricense, abogado y criminólogo. Correo acambronero@tse.go.cr Letrado del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica (UCR) en la línea de Teoría y Filosofía del Derecho. Doctor en Derecho y magíster en Justicia Constitucional por la UCR. Bachiller en Ciencias Criminológicas por la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Director del Área de Gestión de la Calidad de la Facultad de Derecho de la UCR, miembro del Consejo Asesor e integrante de la Comisión de Docencia, ambos, de esa Unidad Académica.
** Costarricense, abogado. Correo chinchilla.jeffry@gmail.com Abogado y asesor legal de la Oficina Jurídica de la Universidad de Costa Rica (UCR), profesor en la carrera de Archivística de la Escuela de Historia de la UCR y en el Instituto Manuel María de Peralta, Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Licenciado en Derecho y egresado de la Maestría en Derecho Público, ambos programas de la UCR. Especialista en Derecho Notarial y Registral por la Universidad de La Salle.
3 En este apartado y, en general, en el artículo se ha optado –como elección voluntaria– por una bibliografía de corte “clásico” del planteamiento marxista. Sin embargo, vale aclarar que existen textos de mujeres socialistas contemporáneas acerca de los aportes del materialismo histórico en la comprensión de la opresión de las mujeres en el sistema capitalista que incorporan, entre otras variables, las interseccionalidades.
4 Ana de Miguel Álvarez en su documento La articulación del feminismo y el socialismo: el conflicto clase-género, menciona que: “El sistema de producción industrial y capitalista alteró las relaciones entre los géneros. En el nuevo sistema económico las mujeres de las clases media y alta quedaron enclaustradas en un hogar que era, cada vez más, una propiedad y un símbolo del estatus social de los varones. Pero en el proletariado se estaba dando el fenómeno contrario, ya que el sistema fabril estaba incorporando en masa y sin contemplaciones a las mujeres al trabajo industrial, mano de obra más barata y sumisa que los varones”. Documento recuperado de http://archivo.juventudes.org/textos/Fundacion%20de%20Investigaciones%20Marxistas/Conflicto%20clase%20genero.pdf
5 “Para Hegel, por ejemplo, las mujeres pertenecen a la familia, están fuera de la ciudadanía y de los intereses universales. Tampoco tienen individualidad: son la madre, la hermana, la esposa, la hija. Los varones han de vivir para el Estado; las mujeres para la familia. Para Schopenhauer, la división entre los sexos es natural. Los sexos son modos de existencia perfectamente diversos y divergentes. El sexo masculino es reflexivo y el femenino es inmediato…”. Miyares, Alicia. El Sufragismo. En Teoría Feminista: de la Ilustración a la Globalización. De la Ilustración al segundo sexo. Minerva ediciones. Volumen 1, España, 2005. Pág. 262.
6 Debe reconocerse que el materialismo histórico clásico o tradicional, como marco teórico para explicar la participación política de las mujeres, presenta algunas limitaciones; por ejemplo, desde el conflicto de clases puro, la opresión de las mujeres es producto del sistema capitalista: conflicto entre el trabajo y el capital (dinámica antagónica). Pero, la clase es una categoría reducida para explicar la opresión y la desigualdad de las mujeres (presentes, tales rasgos, en todas las clases), pues si bien el lugar social de pertenencia es un factor determinante, no es el único: la etnia, la orientación sexual, el credo (o falta de él), la tensión campo-ciudad, entre otros, son elementos que deben tomarse en cuenta para comprender, en todos sus extremos, los avances y los retrocesos de la mujer en lo que a derechos políticos se refiere.
7 Es claro que un estudio de mayor espectro de alcance deberá contemplar las interseccionalidades y, tratándose de otras propuestas materialistas-históricas, tomar en cuenta la condición de clase: dentro de las dinámicas sufragistas y, en general, la incorporación de la mujer a los diversos espacios públicos fue más o menos compleja y tuvo sus particularidades según el lugar social de origen.
8 Se entiende en este ensayo “régimen electoral” como el conjunto de normas jurídicas relacionadas con el proceso electoral.
9 Paradójicamente, en la elección de diputaciones para el período constitucional 2014-2018 (cuando operó por primera vez la paridad en las nóminas al Congreso), en la declaratoria de elección se adjudicaron solo 19 escaños a mujeres (el 33.3% del total de la Asamblea Legislativa); sea, una cantidad menor de representación femenina en relación con el anterior sistema de cuotas. La explicación de ello puede consultarse en Brenes y Picado (2014).
10 En la región latinoamericana únicamente Bolivia, Costa Rica y Ecuador contemplan la paridad en sus ordenamientos.
11 Recuérdese que los concejos municipales de ese período se eligieron, por última vez, junto con el gobierno nacional a inicios de ese año 2010.
12 Datos de la Unidad de Estadísticas del TSE, con base en las declaratorias de elección.